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Hay situaciones previsibles que no generan ni la más mínima duda apriorística sobre cuál será su desarrollo. La atmósfera que las envuelve lo revela de antemano y tampoco se advierte una intervención que vaya a modificar el devenir de los acontecimientos.

Sucedió anteayer con la salida de los políticos presos catalanes de la cárcel de Lladoners tras el indulto a la carta concedido por el Gobierno. Por mucho que Pedro Sánchez haya taladrado al personal apelando a la concordia, la empatía, al nuevo comienzo, el rechazo al revanchismo y todos esos términos abstractos de sonoridad plausible pero de contenido nulo, los condenados por sedición y malversación de fondos públicos escenificaron la perfomance que habían ideado. Bandera independentista en ristre dejaron en paños menores al presidente reiterando que quieren amnistía, autodeterminación... y por supuesto, la independencia. Ni arrepentimiento, ni más diálogo que el que les lleve al único fin que pretenden.

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Aquí, en Sant Joan la situación era igualmente previsible, como la que montaron los presos en su recobrada libertad. Sin restricciones a los desplazamientos, Ciutadella ha vivido una fiesta similar a la habitual pero sin caballos ni protocolo, con el agravante de la pandemia que aún amenaza y puede pasar factura.

Si hay botellones cada año con la qualcada, lo único que ha variado es la desaparición del hermoso animal transitando por el casco antiguo de la ciudad. Pero el desembarco de jóvenes, el alcohol, las borracheras y el incivismo han sido los de los últimos años, no nos engañemos.

Por tanto nadie debe sorprenderse. Sin decisiones que limiten la llegada masiva de jóvenes y adolescentes para desmadrarse, ajenos al sentido de la fiesta, junto a los ciutadellencs y menorquines en general, que tampoco se quedan atrás, lo que ha sucedido estaba cantado. Lamentarse ahora es inútil cuando no se han tomado medidas para evitarlo por difícil que sea hacerlo.