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La celebración de Sant Joan hace años que padece la masificación. No es ni mucho menos un caso único, ni en Menorca ni alrededor de la geografía española, donde la tradición y la fiesta sentida de unos se convierte en botellón para muchos otros. Y luego está el negocio, indiscutible, de todas las fechas señaladas en el calendario y que generan viajes, estancias, ventas en comercios, bares, en fin, el santoral ayuda a hacer caja y eso poco o nada se cuestionaba hasta que apareció la covid-19 para cargarse las multitudes. Por tanto, que lleguen cientos de jóvenes dispuestos a divertirse sin ver ni un caballo ni importarles mucho si esto es Sant Joan, la Tomatina, el descenso del Sella o los Sanfermines, no sé a quien ha podido sorprender a estas alturas. Lo que pasa es que la pandemia ha destapado aún más si cabe esa realidad, como cuando cantas a pleno pulmón y de repente te quitan la música de fondo y ahí estás, desafinando como un gorrino.

Desaparecidos los caballos de la escena, ha quedado solo la juerga, espoleada por una publicidad engañosa y peligrosa cuando aún el contagio es un riesgo elevadísimo en aglomeraciones. Ahí es donde las autoridades podrían investigar por qué algunos viajes se han organizado con la etiqueta y el reclamo de Sant Joan cuando los actos se habían suspendido.

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Tampoco se puede caer en la aceptación del desastre, el botellón es global pero en este caso previsible, algo habrá que hacer de manera local e insular para corregir esta deriva. Sobre todo y con la vista puesta en el rosario de celebraciones del verano, las ‘no fiestas’ de Ciutadella y las multitudes vividas no deberían volver a repetirse en el resto de municipios.

Las consecuencias están empezando a notarse, el incidente de 2020 fue casero y reducido en comparación con lo sucedido este verano. Ayer la incidencia acumulada entre la población de 16 a 29 años ya rozaba los 215 casos. Otra vez a las puertas de desandar lo andado.