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Para María, del Mercado del Carmen, que, rodeada de flores, como siempre, te comentó con simpatia y benevolencia tus artículos. ¡Gracias!

Os ha acompañado desde que aprendisteis a comunicaros. El virus no nació de manera accidental, ni en un laboratorio, no obstante es obra consciente del hombre. Y sigue con vosotros. Aunque existe una vacuna de tres dosis, nadie muestra interés por inmunizarse. Se expandió siempre -lo hace aún- con enorme facilidad gracias a infinidad de cómplices. Puede ser letal. Pero, aunque no sea así, sus efectos son devastadores e irreversibles. Ha provocado, en casos graves, el suicidio de infinidad de hombres y ha destrozado hogares. Ha arrasado con economías familiares. No hay posibles rastreos y cuando se busca el origen de alguna de sus variantes, el resultado es frecuentemente desalentador. Mata. Y lo hace de tal forma que te hace recordar aquellas terribles palabras de Espido Freire en Melocotones helados: «Existen muchos modos de matar a una persona y escapar sin culpa: es fácil deslizar una seta venenosa entre un plato de inofensivos hongos. Con los ancianos y los niños, fingir una confusión con los medicamentos no ofrece problemas (…) Cuando no se desean manchas en las manos propias, no hay más que salir a la calle y sobornar a alguien con menos escrúpulos y menos dinero (...) Existe también una forma antigua y sencilla: la expulsión de la persona odiada de la comunidad, el olvido de su nombre».

Ante esta nueva y ancestral cepa, las mascarillas resultan ineficaces. Es una pandemia, sí. Y no habrá cura. Todos habéis sido, en mayor o menor medida, víctimas de ella y todos -temes- transmisores voluntarios de la misma, mientras la conciencia aparecía curiosamente asedada…

¿Que cómo procrea el virus? Un ejemplo -dicen- vale más que mil palabras. ¿Escenario? ¿Un bar? ¿Protagonistas? ¿Qué tal unos parroquianos? ¿Cuatro? ¿Cinco? Cinco, sí. ¿Nombres? Bastará con utilizar letras: A,B,C,D y E…

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A permanece confortablemente sentado en una mesa. Entra B y se le aproxima. A le comenta: «No sabía que la hija de Magda fumara». B sale a la calle y se topa con C. Emocionado, le espeta: «¿Te has enterado? La hija de Magda fuma porrosSe veía venir». C entra en una tienda -la propagación del bicho es rapidísima- y se encuentra con D. Le confiesa en plan vicioso: «¿Sabías que han ingresado a la hija de Magda en un centro de rehabilitación para heroinómanos? Siempre fue un poco puta y degenerada». D, frotándose, probablemente, las manos de un alma en paro concluye con sus gestiones y se reencuentra con el exterior. E le saluda. D aprovecha la coyuntura informándole de que la hija de Magda ha fallecido en una residencia de desintoxicación… E llega a su casa, le da un achuchón a su mujer y, a bocajarro, le recuerda: «Parece mentira, Paca… La hija de la Magda ¡qué ya lleva diez años muerta!»…

¿Cuánto hace? ¿Una semana?

- Sí, te contestas.

El virus se alimentaba, entonces,  de ese otro virus, menos letal: la covid. Un amigo te informaba de que cierto bar, en la Explanada de Maó, había cerrado al haber dado algunos de sus empleados positivo. Lo comprobaste. Era una falacia. Pero el daño infligido era ya irreparable, como si el sector servicios, tan herido en la actual coyuntura, estuviera para tiros de gracia… Algunos, incluso, te hablaron de conocidos recién fallecidos por la pandemia… Esos conocidos con los que, para tu sorpresa, te cruzarías al día siguiente…

Esa vieja y nueva y futura cepa mata, sí. Su nombre carece de dígitos. Es sobradamente conocida: calumnia. Y, como dijiste, sus efectos son irreversibles por aquello de «calumnia que algo queda»… ¿Vacuna? Haberla,hayla’ Aunque -lo repites- nadie esté por la labor. Tres dosis. 1ª: no prestar atención al difamador. 2ª: mostrarle tu desagrado y corregirlo. 3ª: huir de él como de la peste y no propagar el veneno vertido.    Para aplicarse el remedio tan solo se requiere dignidad, bondad y un mucho de valentía... Pero vale la pena meterse en faena, porque ya toca adecentar el local…