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Decía el aristócrata y actor José Luis de Vilallonga que la nostalgia es un error, pero qué le vamos a hacer, el verano es tiempo propicio para que te invadan los recuerdos de cuando eras niño, y lo es, entre otras cosas porque tu tiempo se acota, el futuro es incierto y con tintes apocalípticos, y buscas cierta coherencia a través de aromas, sabores, e imágenes de un pasado más benévolo. Me sucede todos los años con una de mis aficiones, la fruta del tiempo. Empieza el flashback cuando aparecen los nísperos al comienzo de la primavera, y más adelante, los chinos y la pera fina ya en pleno frenesí veraniego, que en realidad nunca fue tanto para el devoto de una cosa que estigui bé, sin alardes, pero sí con una alegría vital que ahora, convertido en un señor mayor, uno valora en toda su plenitud.

El verano era tiempo de abrir la ventana de buena mañana y contemplar la Illa del Rei y el lienzo pictórico de la Plana de Cala Figuera, mi paisaje mágico, aquel que se me aparece indefectiblemente cuando vienen mal dadas, como el último verano, cuando por problemas de salud de mi santa estuvimos dos meses prácticamente confinados en un apartamento de la Ciudad Condal próximo al bellísimo hospital de Sant Pau. Cuando los nubarrones eran más oscuros y se cernían sobre nosotros, cerraba los ojos y trataba de rememorar los inefables colores que va tomando la lámina de agua de Sa Plana de Cala Figuera, aquel rizo plateado que surge cerca de Sant Antoni, aquella lengua dorada que se expande lujuriosamente en las inmediaciones del Fonduco, los inmarcesibles y cambiantes destellos áureos de una mañana de calma chicha, la rauxa de una tramuntanada, la majestuosa entrada del barco correo y, presidiendo la orgía de colores, allí está, allí está, cual puerta de Alcalá, el peso de la historia del edificio del viejo hospital de los ingleses sobre el que mi padre nos contaba aventuras médicas de cuando trabajaba allí, y que le costarían una depuración judicial por parte de las autoridades franquistas.  Creo que le hubiera gustado ver hoy su fotografía en la sala de oftalmología del hospital rescatado y rehabilitado por la iniciativa ciudadana.

Pero el veraneo en Sa Lliga era también saludar por la mañana a Pepe Redó, nuestro bonachón vecino pescador, a Biel, el marinero del Club Marítimo y su perro mil leches Proel, que pronto se convertiría en mi íntimo amigo cuando venía a verme en invierno a mi domicilio del Carrer de ses Moreres (nunca entendí cómo fue capaz de encontrarme). Veranear en Sa Lliga era también hacer la ronda matutina con los amigos por sa vorera del muelle en busca de pulpos incautos a los que enfitorar (jamás fui capaz de ensartarlos, a última hora me rajaba), y pescar con caragolins algún esparrall entre docenas de cabots, hasta que escuchábamos el tup-tup de la motora de la Mola, pistoletazo de salida para el plato estrella del día, sa nedada en el muelle de madera de Sa Lliga donde nos esperaban las inocentes chicas prestas a ser sumergidas en implacables sotes (hoy día saldríamos del agua esposados por acosadores)…

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Las tardes eran largas y anchurosas, se nos ofrecían como un vasto campo de límites inabarcables. Solía leer un ratito, algún libro de la colección de Plaza y Janés, recuerdo especialmente «Llamad a cualquier puerta» de Willard Motley, la historia de un chico listo y afortunado, Nick Romano, a quien las malas compañías llevan a la debacle, mi primera constatación que para una vida que estigui bé, hay que evitar según qué compañías, y «Cuerpos y almas» de Maxence Van der Meersch, una historia hospitalaria que ayudó a cimentar mi vocación médica (la periodística la regaban todos los días «Es Diari» y los periódicos caseros que confeccionaba para familiares y amigos). Ambos libros ocuparon un lugar de honor en la serie «Los libros de una vida» que publiqué el verano pasado por venturoso encargo del director Josep Bagur, quien trataba de sobrevolar corajudamente la crisis pandémica.

Hoy el verano me pilla leyendo el fluir de los recuerdos del griego Theodor Kallifatides, en una de sus celebradas obras «Lo pasado no es un sueño» que en buena parte ha propiciado este escrito.

La realidad nunca se va de vacaciones. Afganistán. El entonces coronel jefe del contingente español que abrió la misión en ese país, y hoy general jubilado, el mahonés Jaime Coll Benejam se muestra triste y desanimado en «El Periódico de Aragón» por el trabajo dilapidado. Gran fiasco de la administración Biden.

Pero no nos olvidemos de Haití, nos diría el añoradísimo Forges.