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Después del rato de lectura y un xubec, empezaba la tarde propiamente dicha, escuchando la retransmisión radiofónica (a la tele aún le faltaba una década larga) de la etapa del Tour, carrera ciclista en los que cada uno tenía sus favoritos, el mío era el normando Jacques Anquetil, pero cuando emergió el gran escalador Federico Martín Bahamontes    para ganar la carrera en 1959, me hice seguidor del ‘Águila de Toledo’, sin abdicar de mi admiración por el sprinter catalán Miguel Poblet, calvo como mi padre, pero imbatible en las distancias cortas.   

Una vez informados de la etapa del día, solíamos jugar a las chapas, cómo no, en su versión ciclista, es decir con las imágenes de los corredores embutidas en un tapón, generalmente de coca cola que recogíamos en el bar del vecino Club Marítimo. Recuerdo que mi hermano Quico era un auténtico virtuoso en el manejo del pulgar, con el que lanzábamos a los ciclistas con especial temple, porque si te salías de la carretera trazada, volvías al puesto inicial. Harta de tener la casa llena de taps y de que no hiciéramos nada de provecho, un día nuestra madre cruzó altaneramente el muelle    con la caja en la mano y los tiró al mar. Los rescatamos a los pocos días como si fueran escupinyes y seguimos con nuestras carreras.

También jugábamos al fútbol en el muelle, los de Sa Lliga contra los de Corea o los del Andén de Poniente, y naturalmente quien echaba la pelota al agua iba a recogerla, y teníamos que parar cuando de higos a brevas aparecía algún coche despistado. La fachada del Hospital Militar fue así testigo de mis primeros y primorosos regates. Y eso, las regatas de snipes que contemplaba con mi padre, quien me explicaba el secreto de los «bordos», desviaciones de la línea recta en busca de la racha de viento favorable, que yo inicialmente no entendía pero que son la esencia del talento del regatista. Mi padre era muy de Pelegrín Rita, yo era más partidario de Bernardo Vidal y su Jaybe, quien al menos reparaba en mí y me saludaba luego en invierno por las calles de Mahón.

Cuando llegaba el fosquet -hermosísimo vocablo, como el pitiuso del sol post-, volvía a la lectura, ahora, de las aventuras del Capitán Trueno, cuyos episodios he seguido repasando periódicamente toda la vida, mientras trataba de aguzar el oído para enterarme de qué hablaban mi padre y los tíos, aposentados en la puerta del magatzem en aquellos lustrosos sillones de mimbre. Captaba nombres que me parecían de malos de película, como Kruschev o Fidel Castro y tenía que aguzar el oído cuando oía algo del «régimen» (las voces se convertían entonces en susurros), y lo único que me quedaba claro es que los rojos habían sido muy malos.

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Mis veraneos eran también los baños nocturnos los días de luna llena, un éxtasis de sensualidad y misterio, y los desplazamientos a Es Castell, bien para visitar a mis tíos y primos Barber en Calesfonts, bien para pasar el día con un alma gemela, mi amigo Vicente Luis en Cala Corb, donde solicitaba brou i bullit en pleno agosto que mamá Barbareta cumplimentaba sin rechistar. En el mismo edificio, el primo Tonio Fortuny regentaba el colmado de Can Bepis precursor de los modernos super, y que recientemente ha cerrado sus puertas por jubilación. El Carrer Gran ya no es lo mismo sin Can Bepis, el otro día vi correr una lágrima por la acera, esperemos que las hermanas Serra resistan en su librería, su ausencia sería el llanto y crujir de dientes de sus parroquianos.   

Años más tarde sería pregonero en Es Castell y volví a hablar del brou i bullit veraniego, de las calderetes de mero de Mateu Sastre, de los bailes en Sa Punta, y de los baños en Cala Corb, además de alguna que otra maldad política que tuvo sus detractores en el Consistorio. Errores de juventud que luego corregiría en los pregones de Llucmaçanes y, por supuesto en el de Mahón 2012, Festes de Gràcia o de la Mare de Déu de Gràcia, me da igual, me parece otra polémica tan artificial como absurda. Lo que sí sé es que el día del pregón de mi ciudad fue uno de los más emotivos y felices de mi vida, y siempre le estaré agradecido a Águeda Reynés y su equipo por confiar en mí y darme la oportunidad de proclamar públicamente mi enamoramiento perpetuo de la ciudad que me vio nacer.

La realidad nunca se va de vacaciones

Decía Italo Calvino que ‘toda historia no es otra cosa que una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible’: el sangriento caos de Afganistán, el desastre climático, el drama de Haití, los niños de Ceuta, el padre asesino del hotel de Barcelona… De vez en cuando surge algo estimulante como el inicial apoyo de la oposición española al Gobierno en su gestión en Afganistán. Pero duró poco, la política de trincheras tiene sus servidumbres. Penoso.