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El poder judicial es la columna vertebral de la democracia, la que determina el equilibrio y la que garantiza que la ley, el cimiento y expresión del sistema, resiste los embates y desmanes de los otros poderes, incluido el de la calle y las múltiples versiones de marabunta que la acompañan como el de poner las urnas cuando a alguien le apetece. El legislativo hace la ley, el ejecutivo gobierna en función de ella y el judicial asegura y determina su cumplimiento o no.

Da grima repetir algo tan básico, si no fuera por el espectáculo diario que ofrecen los líderes políticos nacionales a costa de la renovación del Consejo General del Poder Judicial, que lleva mil días estancado y con pocos visos de desbloqueo inmediato.

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La situación es consecuencia de la tentación de los que mandan, no sé si todos o absolutamente todos, por controlar a los jueces como si fueran una terminal más de su poder. Solo hay un matiz, el que distingue el talante democrático del totalitario, que va ganando terreno. El de someter la justicia al Ejecutivo es probablemente el último coletazo de aquel tipo que dejó el Gobierno cuando los madrileños, y antes los vascos y los gallegos, le dieron portazo e indirectamente le mandaron a ganarse la vida como predicador en la radio.

Los jueces tienen su ideología, como todo el mundo menos el lotero que reparte suerte, pero me resisto a creer que sus veredictos anteponen la manera de pensar a la letra y el espíritu de la ley, la que precisamente elaboran a su antojo los políticos en el Congreso.

La toga interpreta con criterio y experiencia, no les libra de la crítica porque la ley precisamente ampara la libertad de expresión pero tienen el respeto del conocimiento, ganado con la formación, que no tienen, digamos, el alcalde, la concejal o ministros que han llegado al cargo por estar bien colocados pero sin haber hecho el sacrificio de estudiar para ganarse cierta autoridad moral.