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Menorca tuvo cada día de agosto 20.000 personas menos que en la prepandemia. Por aire llegaron 112.000 pasajeros menos por el pinchazo británico y, sin embargo, se ha extendido la idea de la masificación -‘masifa’ que dirían los castizos- que hemos padecido este verano y ya ha vuelto el debate interminable sobre el modelo turístico y, de fondo, la necesidad de acotar, limitar, prohibir, esos verbos de tan fácil conjugación.

Si ha venido menos turismo que dos años atrás, la supuesta masificación es una percepción que, sin embargo, refutan los números. Realmente ha venido menos pero más ruidoso, más vividor y más gastador. Donde antes había un bus que trasladaba a 50 personas en excursión con partida y destino predeterminado ahora hay 25 automóviles que trasladan a 50 personas con paradas en todos los rincones y puntos de interés para hacerse un selfie o comprar ensaimada y carquinyols.

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En todo caso, no han venido más personas de las que Menorca puede acoger, no se habría rebasado eso que llaman capacidad de carga. Todas, salvo las que llegan en caravana, han dormido en alguna casa o establecimiento turístico construidos con licencia y respeto a la legalidad. Otra cosa es que algunos hagan negocio en negro, pero la responsabilidad será de quien conjuga prohibir en vez de regular una demanda que hace años que ha roto las costuras.             

Hemos criticado el turismo de todo incluido porque no sale del hotel y no genera gasto mientras reclamábamos turismo de más poder adquisitivo. Y cuando lo hemos tenido nos parece que masifica, que nos presiona y altera.   

A estas alturas, es obvio que mientras discutimos si son galgos o podencos, el negocio avanza hacia una Menorca cada vez más clasista con veraneantes ricos no residentes, una clase media de funcionarios que mira y debate y menorquines fijos-discontinuos, mileuristas y parados, eso sí, con descuento de residente.