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La naturaleza nos proporciona una prórroga que me permite proseguir el veraneo bajo el árbol centenario, eso sí, batallando denodadamente contra el maldito mosquito tigre, que, por ahora, no logra disuadirme. Y me detengo un momento en la palabra «prórroga», que a mí siempre me ha evocado hazañas futbolísticas, pero que ha ido desapareciendo ante la pujanza de sinónimos un tanto forzados como «alargue». Los partidos ya no se prolongan, sino que entran en fase de «alargue». Es curioso como los locutores deportivos patentan vocablos singulares que solo existen en su imaginación , como «encimar» cuando podrían perfectamente haber seguido utilizando los clásicos acosar o presionar. Pero si hay un neo verbo irritante es el de reciente uso «cuerpear» cuando dos jugadores pugnan o forcejean por ese balón saltarín que tantas emociones suscita.

Anoche, sin ir más lejos me postré ante Leo Messi con sentimientos encontrados: por una parte, el deseo de ver una exhibición del argentino y por otra el de ver ganar a los de Guardiola, un equipo con buen gusto futbolístico con el que hace un par de años entoné el «Hey Jude» de los Beatles en las gradas del Etihad Stadium. El PSG-City fue un gran partido con resultado un tanto injusto, pero claro, cuando pintan bastos, allí aparece Leo burlando cuerpeos y encimeos logrando un gol marca de la casa que me levanta del sillón. ¡Qué bello sigue siendo el fútbol cuando algunos lo convierten en arte! Los colores de las camisetas son secundarios, mero attrezzo. He tardado mucho en comprenderlo…

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El tiempo, decía, nos concede una prórroga que aprovechamos para los postreros baños en un Alcalfar cuya lámina de agua se nos aparece cual bandeja de plata; nos aposentamos en nuestras sillitas de guiri con el libro enarbolado, pero una pareja de alemanes de media edad nos dan la tarde con un parloteo incesante a viva voz (en según qué parajes se deberían poner carteles de «prohibido gritar, gente leyendo»). El resto es silencio, un grupito de abuelas menorquinas que se deslizan lentamente por el agua entre susurros y risas contenidas. Los alemanes siguen perorando, ahora por teléfono, en su gutural idioma del que los menorquines de nuestro tiempo solo sabíamos aquello de cards verds taquen, secs piquen (cardos verdes manchan, secos pinchan). Pero a pesar de esos pequeños inconvenientes, la Menorca tardo veraniega es incomparable, sublime.

Mientras el volcán canario sigue supurando, vuelve la gresca política. Pregunta la oposición con la consabida agresividad y se va por los cerros de Úbeda el presidente. ¿Cómo hemos llegado a semejante grado de incomunicación?, ¿por qué no es posible hablarnos?, ¿no será que hemos deteriorado tanto la democracia que hemos acabado odiándonos unos a otros? Pienso en el enorme daño que cuatro años de trumpismo han infligido al sentimiento de colectividad y a la decencia política en todo el mundo. La deshumanización del Otro, la conversión del adversario político en enemigo irreconciliable, un ser deleznable al que pisotear, su nulo respeto por las instituciones, a las que se quiso cargar el ominoso 6 de enero, la persistencia de sus huestes en laminar la democracia más antigua del mundo con leyes que limitan el derecho al voto de las minorías étnicas…

Escucho las tertulias de la radio mientras correteo con Flash y Ringo. Por lo visto estamos en plena convención del Partido Popular y me congratula que intervengan voces disidentes (no sé si el Partido Socialista será capaz de hacerlo en su congreso) pero me inquieta que no sean testimonios centrados sino de personajes más radicales como Vidal Quadras, y ojo que falta Aznar, el maestro cizañero. Creo que buena parte del país estaría más tranquila y sosegada no solo sin Iglesias en el Gobierno, que ya no está, sino también con una derecha centrada y abierta, capaz de entenderse con el adversario en temas de Estado, con la que, por ejemplo, se pudiera hablar sobre Cataluña más allá de exigencias de encarcelamiento de dirigentes independentistas, o sobre pensiones, cambio climático o del gobierno de los jueces sin tirarse los trastos a la cabeza. No es posible que cualquier iniciativa de unos sea calamitosa para los otros. ¿No será culpa de ese odio creciente que nos obnubila?