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Desde que adquirí esa categoría de ser por voluntad de la ley mayor de edad, me ha seguido fascinando el premio divino de poder ir al cielo y quedarme allí per saecula saeculorum. Miles de años parejo de la más perdurable longevidad divina aunque también me perturba la posibilidad de dar con mis pecados en las calderas de Pedro Botero, que ahora me quiero yo enterar que eso del infierno, mayormente debe de ser como las coladas del volcán de la Palma, vomitando lava de día y de noche.

Confieso mi orfandad de conocimientos como aprendiz de vulcanólogo, ni siquiera por lo que he visto por la tele y de lo que he oído, pero no  para sentar cátedra como hacen algunos tertulianos, que lo más parecido que han visto a un volcán ha sido una paella que se les ha quedado sobre una cocina encendida. De lo que tengo oído, eso sí, me impacta esa urgencia de entrar en una casa durante 15 minutos y tener que coger algo de lo que me haya acompañado durante toda mi vida. No quiero ser estúpidamente original para venir a decir que no dejaría que lo abrasara un volcán, esto o aquello, porque la verdad es que lo único realmente útil sería mi documentación aunque en esas circunstancias no creo que me importase ser o no ser un indocumentado.

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Quince minutos para elegir lo de toda una vida. En mi opinión ese tiempo limita el buen gusto y hasta el mal gusto. Seguramente metería en mi saco un par de libros, El solitario de Jaime de Foxa y el último que yo he escrito, Simamahapa, donde he condensado en letras apretadas mis viajes por África que aprendí a amar muy profundamente; una fotografía de María, de Arantxa y una de mi nieto. Dicen que las penas con pan son menos y menos aun deben de ser si de tarde en vez le puedo dar un «golpe» a una botella de Larios 1886 que por estos pagos, por tonterías de la ley, dicen que es un brandy cuando usted y yo sabemos que se trata de uno de los mejores coñacs españoles.

Se me encoge el ánimo cuando veo la impotencia de palmeras y palmeros ante esos ríos de tierra y roca incandescente, arrastrando todo lo que toca. Qué triste debe ser, quizá sería mejor decir qué espantoso, ver como el magma incandescente se dirige hacia tu casa. Una casa donde se conjuga el esfuerzo del trabajo, las penas y las alegrías y que gracias    a tu sudor has conseguido para ti hoy y mañana para tus hijos, para en una lenta agonía, ante la más absoluta impotencia, ver cómo la lava no tiene prisa en la maldad de vomitar a más de 1.500 grados de temperatura, en algunos casos llega a los 2.000; un infierno sobre la belleza de La Palma. Un infierno que aflora a la superficie para que la gente que lo está sufriendo pueda decir «en el octubre de 2021 vinieron a visitarnos con su fuego y su azufre las calderas de Pedro Botero», que se están derramando sobre el medio de vida de unos compatriotas que necesitan la ayuda de quienes a la presente solo somos compungidos espectadores del horror que supone que el infierno, sin saber por qué, le dé por echar fuera de sí el magma que le sobra. He visto por televisión momentos agónicos; plataneras, que es el medio de vida de los palmeros y palmeras, abrasadas por una lava inútil. Casas y palmeras no pueden echar a correr y con sádica parsimonia son engullidas por el espantoso vómito del infierno. No me apetece nada coger un barco o un avión para ir a ver el infierno sobre la tierra. Hace un año que yo estuve en él por eso sé muy bien el dolor de esa gente que ven su medio de vida y su hogar desaparecer sin poder hacer nada por remediarlo.

Ahora nos toca a nosotros ser solidarios y aportar nuestra ayuda en la medida que podamos, nuestro grano de arena. No quiero terminar sin dejar de decir que no siempre la naturaleza es maravillosa. A veces, además de cruel, es dramáticamente injusta.