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Puede que, al final, todo sea simple. ¡Tan simple!

¿Estás?

En un teatro -te contestas-.

Cinco minutos antes del  concierto, los músicos se preparan en un benéfico foro. Uno de ellos, envejecido, no está por la labor. Otro odia al compañero de al lado por… ¿Por? No lo sabe. ¿Pseudo convicciones? ¿Se puede acariciar sensualmente un cello si la ira anida en el alma?    Tal vez mamara leche, leche y odio. Faltan cuatro minutos.    Alguien piensa en Pau Casals…

Una pianista agnóstica flirtea con un teclado y, de pronto, Dios se pasea por el escenario. Será, en esa tesitura, más coherentemente    creyente que esa señora ortodoxa de la butaca seis que despreció a un hijo por su forma de pensar o por su orientación sexual. La pianista es    una mujer maltratada. Como, psicológicamente, el hombre del violín.   

¿Quedan?

¿Tres minutos?

Los músicos piensan que esto va a salir mal…

En la cafetería, durante los ensayos,    ilustres y opuestos concertistas se intercambiaron, irritados, memorias y muertos, como si estos fueran cromos. Ayer lo hicieron unos, hoy otros… «¡Y tú más!» El del bar, un camarero con ética, está convencido de que bastaría con una sencilla y hermosa placa en la que se pudiera leer: «A todos losinocentes’a los que hicieron morir en una puta mierda civil». Restan dos minutos y medio para que levanten, sí, el telón. Un músico visualiza mentalmente a un chaval al que le metieron en una guerra y al que le tiemblan las manos. Va a ser ejecutado. Presume que lo último que vio fue la arena que yacía a sus pies… Ese chaval que supo, entonces,    que no habría más caricias en sensuales despertares de sexo y ternuras… El mismo muchacho que no supo, en cambio, por qué cojones moría. En la nuca, el frío de un revólver y de un interrogante… Otro chaval, en idénticas circunstancias, en el lado opuesto, contempló, no obstante, la misma arena a sus pies y experimentó el mismo pánico.    El sudor fue compartido, como también la vergüenza de los criminales...   

Dos minutos antes de que se ice el telón -se dicen una vez más-, el flautista medita sobre si Hitler habría sido considerado como una víctima en el caso de haber sido ejecutado… Los músicos lo llevan mal… Una mujer mira su oboe y piensa que, algún día, su razón de vivir morirá por una artrosis. Y se quedará mustia, junto a una ventana, como esa planta a la que no logrará acceder, como mustio su país si sigue por las sendas del rencor… En el futuro, con suerte, alcanzará su vinilo y oirá una grabación entrecortada por un aguja «Phillips» jodida e irremplazable…

¿Un minuto? Esto va a salir mal -repiten-. ¡Se saben tan diferentes, de pensares y sentires tan opuestos!

Y, de repente, comienza el inefable espectáculo y la música comienza a    fluir…

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2 El músico envejecido se muda en un chaval. El compañero se acompasa con ese otro, al que odiaba hace unos segundos apenas, y al que, en ese momento, le lamería el culo. A lo mejor la pianista cree, en ese instante prodigioso, en Dios y la señora burguesa de la seis reacciona y admite que su hijo, homosexual,    es su hijo…

En esa macedonia, la mujer maltratada asumirá que hay vida más allá de una casa metida a cárcel y tormento y que marcará, hoy mismo, un número telefónico salvador… ¡La música, por Dios, la música!

Y la mujer del oboe descubrirá que, a la postre, escuchar un viejo disco de vinilo suyo no estará tan mal…

Tal vez nadie de esos músicos hubiera leído jamás a Dumas…       

Pero, en esas horas mágicas, izado el telón, van    todos a una…

El    barrendero que asea la platea, tras la representación vista entre bambalinas, ninguneado, cavila con exquisita lucidez que ojalá los  músicos se metieran a diputados…