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Unos graciosillos te remiten unas fotos vía WhatsApp en las que – «¡Malditos bastardos!»– te recuerdan tu edad. En la primera, te preguntan si conoces la relación entre un boli «bic» (de punta fina o normal) con una «cassette» y, en la segunda, te muestran la foto de un hombre, dormido, en el sofá, con el mando a distancia a su vera y el televisor encendido. Y, efectivamente, conoces la respuesta a la interrogante (con el boli rebobinabais las cintas) y te sientes plenamente identificado con la imagen del dormilón. Aunque los del grupo «Cometieron dos errores». Porque eres plenamente consciente de tu edad y porque sabes, sin recordatorios, que cuando deseas ver una «peli» no sueles ir más allá del león… Del león de la «Metro»… Con suerte –te dices– logras llegar a los créditos iniciales, que no finales. No obstante, aún hay excepciones esperanzadoras… El otro día, sin ir más lejos, conseguiste ver, completa, «Lo que el viento se llevó» (y «Lo que el culo resistió», añadirías como subtítulo). Y sí, eres viejo… De eso te das cuenta cada mañana cuando, al levantarte, te asemejas más a un Playmobil (has de colocarte de forma adecuada todas las piezas que componen tu cuerpo) que a un ser humano. De hecho, en esa tesitura, tienes mucho de «Transformer» y, aunque no te denominas Thor, vives, ya, en «El mundo oscuro» de la ancianidad, sabedor de que no fuiste, ni eres, ni serás «Iron man»… Pero –dice la sabiduría popular– «a grandes males, grandes remedios». Así que, en la actualidad, colocas junto al mentado mando a distancia un vaso de agua, un paracetamol y un collarín para las cervicales por si, nuevamente, te quedas frito en el sofá de marras, viendo algunos créditos…

Y es que andas sobrado de recordatorios… Cuando abres el armario del lavabo, te preguntas si estás en tu casa o en la «Farmacia de Guardia»… Por no mencionar otros efectos colaterales de la ancianidad, como el de la obesidad. De hecho, tu báscula tiembla al verte, pensando en «La que se (le) avecina», agitando, frenética, sus dígitos… Esas básculas modernas deberían de estar prohibidas –piensas– por su mala leche… Antes se contentaban con decirte eso de «Por favor, de uno en uno», pero ahora, al detectar un aumento de peso, metidas a Alexas impertinentes, te insultan… «¡Has vuelto a engordar, cerdo!» –te espetó la tuya, ayer–. De ahí que te estés planteando, seriamente, reciclarla y «Por un puñado de dólares» comprarte otra, una de esas, antiguas, recatadas, discretas, que no te incomodaban y que se estropeaban con harta facilidad, dictaminando un peso falso, menor al real; un peso que se mudaba en engañosa esperanza… Sí…Eso… La tirarás en el contenedor. De momento sabes en cuál… Mañana ya se verá…

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Y luego está lo de la nevera: lechuguita en la estantería uno, lechuguita en la estantería dos, lechuguita en la estantería tres… A lo sumo algún yogur que no obrará –lo sabes– el milagro de convertirte en un hombre «danone» y unos limones con los que, cada mañana, elaborarás depurativos mejunjes. ¡Uf! Por no hablar del pastillero que preparas ceremoniosamente cada viernes. Las píldoras procrean, así como las prohibiciones. Más cápsulas y más «no se le ocurra probar X», «no fume» (¡tú nunca has fumado!) «no Y», «no Z», «no…» «¡Y nada de grasas, ni marisco, ni carne roja, ni carne azul, ni carne verde, ni carne amarilla, ni carne mitad y mitad» ¡Pobre playmobil! Y mejor no contar lo del pastillero… En cierta ocasión lo mencionaste, ingenuo, a la cotilla del barrio y ésta, ¡natural!, lo interpretó voluntaria y erróneamente… «¿Juanlu un pastillero? ¿Qué me dices? ¡No me lo puedo creer!» «¡Lo que has oído!»… Probablemente la Esteban de tu calle no habrá visto jamás «La calumnia» de Wyler. Ni ella ni muchos otros… En fin…

Pues eso, chavales… ¡No me mandéis más whatsapps como el citado. Sé, perfectamente, que soy un playmobil pastillero, viejo y gordo pero que ha asumido su condición y que se obstina, sin embargo, cada mañana, en ser feliz. Porque, al fin y al cabo, «Amanece que no es poco»