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No es por eso fácil el que se pueda detectar la diferencia entre un whisky normal y un excepcional Macallan de 1952; una botella de 75 cl fue vendida hace unos días por 40.000 euros. En eso de detectar calidades y bodegas, me referiré a bebedores ocasionales, que por lógica, no tienen un olfato y un gusto entrenados en esos menesteres. Con el vino pasa lo mismo, un Romanée Conti, también de 75 cl, se ha vendido por 45.000 euros; tampoco se quedan atrás los grandes Burdeos: Le Pin, Petrus, Angéls o un Mouton Rothschild. Lo curioso de estos caldos, es que debido a su precio (y no he nombrado los más caros) son consumidos más que por paladares exquisitos, por poseedores de billeteras abultadas. No es normal poner en la mesa un vino cuya botella cuesta siete millones cuatrocientas ochenta y siete mil trescientas setenta pesetas (7.487.370 pesetas), pero no obstante de tarde en vez sucede. No hace muchos días que en una importante mantequería se vendieron dos botellas a ese precio. Normalmente son el obsequio que hace quien, gracias un contrato de una importantísima obra, luego corresponde la deferencia que con su marca se ha tenido, para hacer llegar al bienaventurado una de esas botellas, y conste que para nada me quiero referir a botellas y caldos que están sujetos a la voracidad de coleccionistas, eso sería ya para otro artículo, donde se asombrarán al saber lo que se ha llegado a pagar por un Mouton Rothschild, por el hecho circunstancial siempre, de que la botella en cuestión perteneció a un histórico personaje, pongamos por caso, un presidente norteamericano o el mismísimo Napoleón.

Algunas de esas botellas han sido subastadas más de una vez en las más prestigiosas casas de subasta de todo el mundo; los grandes y adinerados coleccionistas, pongo por ejemplo Paul Anka, no vacilan en trasladarse a cualquier parte del mundo dispuestos a ofertar una fortuna por una botella, que en no pocos casos, suelen tener tensiones de una vejez excesiva, que por muy protegida que haya estado, los años cuando pasan, pesan, dejando siempre la huella de su destructiva memoria, por más que se le haya cambiado el tapón de corcho más de una vez, operación necesaria aunque delicadísima donde un caldo se puede malbaratar irremisiblemente, pero si no se cambia el tapón, aún será peor. Luego, si todo va bien, la botella por la que se han pagado millones, será depositada en una cueva subterránea creada ex profeso para almacenar esas joyas. No obstante, todos los cuidados que se dediquen a un vino serán pocos, porque no se librará del paso de los años. Recordemos que un vino es una levadura viva, por consiguiente, sujeta a la inexorable tiranía del tiempo, por eso, muchos de los tesoros de los coleccionistas de botellas de vino, serán sin querer serlo venerables cadáveres, porque lo que se conserva en la botella es un vino muerto.

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Tengo una modesta colección de etiquetas de vino, algo más de 500, lo que en puridad es algo muy modesto, muy de principiante, pero es que no hace tanto que empecé pidiéndolas a los bodegueros, porque resulta muy difícil desprender una etiqueta de una botella, que no se me alcanza a qué pegarlas con tanto afán. Esa perniciosa costumbre va en contra del coleccionismo de etiquetas de vino, y es una lástima, porque algunas etiquetas son verdaderas joyas para un coleccionista, ya que han sido obra de grandes artistas, casos como Picasso, Dalí, Miró, Andy Warhol.

En el año 1924, Chateau Mouton Rothschild, rompió la monotonía de que una etiqueta de vino solo sirviera para anunciar el tipo de uva, la añada, la graduación y el nombre de la bodega. Hoy encontramos grandes marcas de vino, cuyas etiquetas han sido diseñadas por los más afamados artistas mundiales. A propósito, al pintor menorquín Carlos Mascaró le vino a ampliar su magnífico y singular curriculum anecdotario, la curiosa petición de un apasionado por las Fiestas de Sant Joan, encargándole dos etiquetas para dos botellas de vino; ignoro la marca, aunque eso no se me antoja lo importante, porque lo que es curioso es el encargo. En una de esas etiquetas se puede ver a unos niños detrás de una ventana, viendo pasar un caixer de Sant Joan. Me imagino que para el Maestro Carlos Mascaró, tuvo que ser un encargo de lo más sorprendente; seguro que el dueño de esas dos botellas, con tan curiosas etiquetas, conservará la obra del artista de Ferreries para toda la vida, ya que es una singularidad trabajada por el tan magnífico artista.

Como ustedes han podido comprobar, el arte se puede incluso admirar a veces en una etiqueta de vino.