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He vuelto a soñar que me concedían un premio. Al principio, todo iba bien: es una sensación placentera que te halaguen y reconozcan. Estaba muy bien dotado (económicamente) y el acta del jurado no dejaba lugar a dudas. La verdad es que no recordaba haberme presentado pero los sueños, sueños son, así que empecé a elucubrar oníricamente sobre la futura ceremonia de entrega. 

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Pronto, el bonito sueño fue degenerando. Leí la lista de los miembros del jurado y me quedé de piedra. El lenguaje de los sueños no sigue las reglas de la lógica y la realidad, así que los nombres eran extraños: Hitler, Maduro, Pinochet, Kim Jong-Un, Donald Trump y el presidente de Arabia Saudí, que hacía de secretario. De golpe, la alegría se trocó en desasosiego. Pensé, horrorizado, en el elenco de jueces y de qué debía ir el premio que me habían concedido. Sudoroso aunque todavía dormido, declaré que consideraba dicho galardón completamente inmerecido. A punto estuve de rechazarlo, como han hecho otros. Con todos los premios que se conceden y el prestigio que tienen, seguro que me han dado alguno a la intolerancia, al odio o el Premio Satélite de creación literaria por el mejor panfleto xenófobo del año 2021. Estaba preparando un breve discurso que ya había rehecho un montón de veces para no tener que justificar lo injustificable. Entonces me desperté.   

Empieza a ser un sueño recurrente o repetitivo, una pesadilla que se muerde la cola.