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A Javier P.G... ¡Gracias, maestro!

Eras perfecto conocedor de la gravedad de su dolencia. Pero no auguraste -te obstinabas en ser optimista- la rapidez y contundencia con la que el telón -su telón- bajaría… Se te fue -te lo comunicaron el sábado-. Se murió en un pequeño pueblecito extremeño, el de sus padres. Menorquín de adopción, deseó, sin embargo, esbozar su última e irónica sonrisa en su tierra. Como a Miguel Hernández con respecto a Ramón Sijé, su discreto mutis por el foro te duele. Te duele hasta el aliento. ¡Adiós, Javier!

- ¿Te acuerdas?

- Te acuerdas. Fue vecino tuyo (os separaban veinte años a tu favor y unos doscientos metros) cuando viviste en una Santa Ana (Es Castell), ajena entonces a la especulación urbanística desproporcionada y en la que aún se podía divisar el mar. Lo tuviste siempre como un referente moral. Austero, parco en palabras, autodidacta, contundente en la argumentación, tuvo un mucho de «Delibes»…

- Te acuerdas, sí…

Cuando te lo topabas en amanecida y le espetabas que aquel era un día climatológicamente malo, te respondía, imperturbablemente, de la misma manera: «Todos los días son buenos si se está en Gracia de Dios». Cristiano de una coherencia aplastante, heterodoxo, ultra crítico con el alto clero, se desvivió, a pesar de su pobreza, por el otro, viendo en ese hermano el fiel reflejo de un Dios que, de seguro, le habrá abierto las puertas de par en par.    Permaneció en ella, en la pobreza, ininterrumpidamente, durante toda su vida, desde los doce años de edad (cuando le forzaron a abandonar la escuela para convertirlo en mozo «pa todo» -como diría él- en un predio isleño) hasta su partida…

- ¿Qué tal, Javier?

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- Amanece, que no es poco -te contestaba-.

En ocasiones te preguntas si José Luis Cuerda le plagió la frasecilla a la hora de filmar su esperpéntica película de 1989. Culto por la lectura, que no por don de aula, tu vecino sostenía, con ironía, que los políticos eran extremadamente útiles, por ser capaces de crear un problema donde no lo había; que con la Naturaleza no se jugaba; que un día ésta se empecinaría en daros una lección (¡profético siempre!); que el progreso no era eso, lo que entendíais por tal; que la acumulación de poder y dinero constituían, amén de una obscenidad, una imbecilidad, ya que «en un féretro, de caber, cabe poco» y que el hombre se mudaba en el más idiota de las criaturas, al ser el único espécimen que ponía en riesgo su propio hábitat sin tener uno de alternativo. Javier, en este último caso, se refería a la energía nuclear como armamento y a la posibilidad -imaginas que actualmente crecida- de destruir el mundo hasta en setenta y ocho ocasiones…

- Así -te decía- si falláis en setenta y siete, os quedará todavía una oportunidad más…

Ecológico cuando nadie hablaba de ecología (trabajar en el campo tiene esas cosas), amigo de sus amigos, padre, abuelo y bisabuelo obstinado en donar amor (y no solo bsequios) a quien amaba, Javier, don Javier, era como una especie de paradigma de lo que debería de ser, de lo que debería de haber sido, de manera inmutable, el ser humano…

Hay personas que -lo has dicho hasta la saciedad- iluminan el mundo, rescatándolo de su oscuridad… Él era una de esas… Su máxima incorrección fue algún que otro taco o la exclamación «¡A la puñeta!» cuando quería librarse de ansiedad, ira o cualquier sentimiento impropio de sus andares recios que únicamente la enfermedad modificó…

Javier hablaba de todo. Jamás le oíste faltar al respeto a nadie, incluso a aquellos que estaban en las antípodas de sus convicciones. Argumentaba. Algo que se le daba francamente bien. Y, al hacerlo, destrozaba con su mordaz sátira hasta la tesis más tozuda y bien elaborada. Esa sátira que usan los pocos sabios que en el mundo han sido -como diría Manrique-.

¡Qué pena, Javier! ¡Qué pena que no estés aquí! ¡Qué pena porque, el sábado, para ti, no amaneció! ¡Algo que, efectivamente, era mucho! ¡Para ti y para los que te conocimos, esos que -ironías de la vida- se convirtieron en alumnos tuyos… Alumnos de un maestro sin titulación…