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Un senador de Compromís quiere que María García García, conocida como Bárbara Rey, comparezca ante una comisión del Senado con el fin de verificar si recibió dinero público para silenciar una supuesta relación que mantuvo con el rey emérito allá por los años 90. Es un asunto que rodó entonces como rumor periodístico y social y más adelante ha sido contado con más o menos rigor en libros enmarcados en esa época. El más reciente es «El jefe de los espías», basado en los diarios personales del entonces director del Cesid.

No es que venga a cuento ahora, treinta años después, si no es para reflejar el adanismo de la nueva hornada de políticos, idólatras que piensan que todo empieza con ellos, y avanzar por otra parte en su vano objetivo a estas alturas de contribuir al desprestigio personal de Juan Carlos.

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Mi historiador de cabecera, Juan Eslava Galán, relata que por decisión directa de Aznar, cuando este llegó al Gobierno en 1996 dejó de pagarse a la actriz Bárbara Rey la «generosa pensión alimenticia» de casi dos millones de pesetas mensuales que recibía de los fondos reservados de la Presidencia del Gobierno «en concepto de unos quince años de servicios al Estado o, más concretamente, a la Corona». Pero la señora presionó para que el flujo siguiera y Aznar cedió, no fuera peor el roto que el descosido, pero en adelante «la bella murciana percibiría sus emolumentos de los fondos reservados del Ministerio del Interior, no de Presidencia». Lo que desconocemos es cuándo se cegó ese manantial pecuniario.

Sabido es que Aznar y el rey nunca fueron amigos y se resistía a taparle las vergüenzas. Con quien sí se llevaba bien era con Felipe González, con quien, por las fechas de autos, comenzaron necesariamente las andanzas reales. Dicen que -esto sí es rumor- se contaban chistes verdes.