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Siempre me ha parecido un inglés estrafalario, lo cual no es en sí mismo ni bueno ni malo. Tampoco dice nada especial del personaje, una vez hemos asumido que a nadie debe juzgársele por el aspecto. Pero induce a pensar que algo raro hay en Boris Johnson, periodista de profesión, un colega, devenido premier británico por las circunstancias del Brexit, el proceso que fagocitó a sus predecesores.               

Resulta, ya lo saben, que mientras confinaba a los ciudadanos del país, montaba fiestas privadas en el famoso 10 de Downing Street, la sede del gobierno de su majestad, como dicen allí. La excusa era el relax en torno al vino por la presión que la gestión del coronavirus ejercía entre los altos funcionarios y responsables de la administración británica. Bastante más que una copa que sale al camino de Francina Armengol y Marc Pons tras una reunión de trabajo que acabó en horario de toque de queda. ¡Ay, ay!

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Además uno de los saraos coincidió con el duelo por la muerte del consorte de la reina. Boris e invitados se lo pasaron por el arco del brindis con, espero, un Ribera o un Rioja. Imagino que el consorte debía significar para él lo que nuestro emérito para Pedro.

Al saberse todo esto, han pedido su dimisión por haber engañado a la ciudadanía, cuyo respeto es más sagrado que el de la Corona y su familia que tanto entretienen desde la prensa rosa y amarilla de la Gran Bretaña.

Boris se agarra de momento al himno español del confinamiento e interpreta el «resistiré como un junco que se dobla pero siempre sigue en pie». No apuesto por su continuidad porque, aunque visto desde aquí es divertido, desde allí todos aquellos que vieron frustradas las vacaciones por las normas de su gobierno, los que han perdido familiares y los contribuyentes, quienes, en suma, le pagan el vino, deben estar que echan las muelas.