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La izquierda ya no es lo que fue. Al menos en España. Pero aún con todo su bagaje histórico (ese que produjo muchas de las consecuencias que condujeron a la guerra civil) desde finales de los años setenta el socialismo representó, al menos pretendidamente, la evolución de las costumbres en España. Aquellos levantamientos revolucionarios de los años treinta, aquel  marxismo extremista, revolucionario y comunistoide de Largo Caballero, se transformaron con los años, y justo antes de la Transición y gracias al famoso ‘clan de la tortilla’ sevillano y a aquella declaración de Felipe de ‘ser socialista antes que marxista’, en una socialdemocracia que, a imitación de la alemana de Willy Brand o a las nórdicas de Palmer, etc, impulsó después, con sus mayorías absolutas, cambios importantes en la vida de la sociedad española.

No toda la historia del socialismo español es ejemplar. Ni mucho menos. Hay muchos episodios lamentables y horribles pero en los primeros años de la Transición sí se implicó en la realidad del país y la intentó cambiar y mejorar. La intentó igualar. Pero luego, ya con Zapatero, la izquierda socialista española cambió. Ese cambio vino motivado por el derrumbe del Muro de Berlín y por la caída de toda la parafernalia del sistema comunista. El ‘fin de la Historia’ en palabras de Fukuyama. El socialismo real había fracasado y ya solo quedaba alentar y sumarse a los movimientos sociales particulares. Así promocionaron un cocktail cuyos ingredientes son el feminismo histérico y radical, el ecologismo extremista, las gritonas minorías gays y lesbianas, los nacionalismos centrífugos, el indigenismo falsificado, el localismo ridículo, la memoria histórica sectaria, le lenguaje prostituido, el enfrentamiento de sexos, la perenne culpabilidad del macho simplemente por serlo, etc.       

Pero lo peor es que con la ya nula esperanza de volver a disponer de mayorías absolutas no les quedó sino radicalizarse y acoplarse a las voluntades de los grupúsculos periféricos (siempre sobrevalorados en el reparto de escaños) y de los populistas antisistema. El resultado es un neosocialismo radicalizado que es desdeñado y criticado por muchos de sus miembros originales que no se reconocen en el partido actual.

Francesc de Carreras recordaba hace pocos días un artículo publicado en la «Revista de Occidente» por el historiador Varela Ortega en el que éste venía a recordar que el separatismo y los actuales populismos lo que pretenden no es reformar sino acabar con el llamado régimen del 78. Nada por sabido es menos cierto.

El neosocialismo ha tenido que ampararse en el radicalismo y en el separatismo para poder seguir gobernando a pesar del coste que eso tenga para el país al permitir que se oscurezcan sus premisas históricas de igualdad y fraternidad. Y eso ha hecho que la antigua y pretendida Ilustración de la izquierda devenga en quimera porque utópico es querer ser ilustrado y permitir al tiempo la diferenciación social de los individuos jerarquizándolos según su territorio de procedencia y todo ello adobado en un egoísmo supremacista e identitario que consolida y robustece privilegios en lugar de eliminarlos.

Sigue Varela: «la fusión de los antisistema con la izquierda desnaturaliza la idea de la misma izquierda, al menos la que tiene sus raíces en la Ilustración. Quizás por eso se le cambia incluso el nombre  y   ahora se la llama ‘izquierda progresista’, un engendro donde se mezclan valores tan antitéticos como la libertad y la igualdad de las personas con las supuestas identidades colectivas, sean nacionales, de género, de etnia, raza o religión».

Las consecuencias de las políticas consentidas por el actual socialismo español representan un triste retroceso al permitir que se solidifiquen desigualdades entre territorios y ciudadanos. Una actitud muy poco ilustrada y completamente reaccionaria.

NOTAS:

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