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Expiró ayer el uso obligatorio de la mascarilla en exteriores que el gobierno de la nación impuso como única medida propia cuando arreciaba la sexta ola de la pandemia horas antes de la Nochebuena.

Se dijo entonces que la solución arbitrada por el Ejecutivo carecía de cualquier justificación científica y respondía más a la necesidad de realizar algún movimiento visible de mínimos, sin aplicar restricciones, que neutralizara la crítica a la inacción del equipo de Pedro Sánchez tras descargar la responsabilidad en las comunidades autónomas a medida que aumentaban los contagios.

Casi mes y medio después, el mismo gobierno determina que ya no es necesario llevarla en la calle pero lo hace tan solo cuatro días más tarde de que aprobara la prórroga de su uso externo con una estrategia tan polémica como sorprendente.

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Esa falta de rigor científico que ha tenido la última decisión sobre la mascarilla para caminar con ella puesta pese a no tener a nadie alrededor es otra de las medidas adoptadas que cuestionan la gestión política de la pandemia.

Entre el «ahora la pongo y ahora la quito», con argumentos discutibles, se mantiene un ameno debate en la vía pública y las redes que desvía otras cuestiones tanto o más capitales que lo que supone embozarnos a diario el dichoso nasobuco.

Como gobierna una coalición progresista no hay drama ni manifestaciones a diario para mostrar la indignación ciudadana por el persistente incremento de los precios en los productos de primera necesidad a los que nos enfrentamos a diario. Solo así podemos entender que los partidos a la izquierda sean más o menos condescendientes con la incesante subida de la luz, el agua, la gasolina o los alimentos en el supermercado.

Queda pagar y callar o hablar sobre el quita y pon de la mascarilla.