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En tiempos llegué a pensar que la claustrofobia era la fobia a asistir a los claustros del instituto, donde algunos hablaban por hablar y se hacían más pesados que una vaca en brazos. Después, cuando la tele proyectó la serie Holocausto, que narraba la historia del holocausto de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, emitida en cuatro capítulos en 1978, dirigida por Marvin J. Chomsky, los alumnos del instituto montaron una jocosa protesta transformando el nombre en «Holoclaustro». Pero ahora sé que la claustrofobia no era eso, porque resulta que el aeropuerto de Bangkok ofrece cápsulas-dormitorio para descansar al precio de cuarenta euros, como una especie de celdillas que no deben de ser aptas ni para claustrofóbicos ni para sonámbulos. Una escalera para trepar hasta la celdilla, un colchón, dos almohadas, una botella de agua, un paquete de pañuelos y tapones para los oídos. Esto, naturalmente, ya lo inventaron los japoneses, que también inventaron el váter que te lava el culo pulsando un botón.

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Más para los claustrofóbicos: en Turquía, en la famosa región de Capadocia, existen numerosas ciudades subterráneas, excavadas en la roca volcánica por los primeros cristianos, algunas de ellas, como Kaymakli, tan grandes que incluso llegan a nueve pisos bajo tierra. No aptas para claustrofóbicos, desde luego, porque los pasillos son angostos y las puertas también, pese a que tengan salas amplias y así mismo iglesias de techos altos, adornadas con frescos, igualmente excavadas en la roca. Cuando a alguien le entra la fobia, ya me dirán hacia dónde echa a correr para salir al exterior. Porque trepar por uno de los pozos de ventilación no se me antoja nada fácil. Es algo parecido a los videos que nos muestran imágenes de las pirámides de Egipto, con larguísimos pasadizos secretos en los que uno tiene que andar agachado. Ante tal situación uno piensa «yo ahí no me meto». Por otra parte, en Solsona existe un desafío más leve para los claustrofóbicos: la poza de hielo. Antiguamente el hielo se traía en invierno del agujero de la Bòfia, donde la nieve permanece todo el año, y se guardaba envuelto en paja en ese pozo provisto de una cúpula, para ser comercializado en primavera. La poza es grande y los claustrofóbicos pueden entrar a regañadientes, igual que en las cuevas de Artà en Capdepera o en las de Cala Blanca en Ciutadella o en los túneles del Castell de Sant Felip de Maó, pero a qué meterse en el infierno si tenemos el cielo en la tierra.