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Los cristianos sois, en múltiples ocasiones, reacios a proclamar públicamente vuestra fe. Sin embargo, miembros de otras formas de pensamiento lo hacen sin ambages. Con energía. ¿Será porque son más sólidas sus convicciones? Los católicos tal vez se muestren renuentes a hablar de Jesús o de su doctrina por temor a ser vistos como meros catequistas o evangelizadores trasnochados. Y no se trata de eso. Pero se puede – y sería bueno que se hiciera- hablar de, por lo menos, algunos textos del Nuevo Testamento que irradian luminosidad y que serían perfectamente válidos desde la creencia o desde el agnosticismo. Propuestas valientes y progresistas al cien por cien que rebasan, y con mucho, los ideales más avanzados en cuanto a la defensa del débil frente al poderoso, del pobre frente al rico… Algunas de ellas aparecían en el Evangelio de Lucas del pasado domingo. Asumir lo dicho, en él,    por Cristo, implicaría un compromiso radical, una generosidad sin medida y un heroísmo llevado al paroxismo porque sus palabras eran/son, sin duda, las más revolucionarias de cuantas hayas podido escuchar. A saber: «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian (…) A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? (…) Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada (...) No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará (…)»

¡Espectacular! ¿O no? Y te increpas, desde la emoción que permanentemente te ha producido ese pasaje: ¿Qué ocurriría si cada uno de vosotros, creyente o no, fuera capaz de seguir esas pautas como modelo de conducta ética? ¿Mejoraría el mundo? ¿Se produciría una regeneración moral? ¿Estaríais rozando la utopía? Son - sabes- preguntas retóricas. Porque no os van a salvar los ejércitos, ni los políticos, ni los demagogos, sino vosotros mismos con la suma de vuestras aportaciones personales. Pero la dificultad para cumplir ese «programa» es igualmente extrema. La misma dificultad que plantean todas las cosas que merecen la pena. Dificultad extrema, sí -repites-. Todos habréis oído «Yo perdono, pero no olvido». Y empezáis mal. Porque eso no es perdón, sino mera tolerancia y la tolerancia no es más que un «te aguanto aunque me caigas mal». ¿Y amar al enemigo? ¿Quién es capaz de eso? Aunque, cuando ese amor llega, conmueve, transforma y el adversario pasa a ser leal compañero, comenzando, así, un impresionante y salvador efecto dominó… Por no hablar de ese «dar al que te pide» en una sociedad mercantilista, fagocitada casi en su totalidad por un capitalismo feroz, sin alma y con una calculadora por corazón… Un mundo en el que el ser humano es medido por su rentabilidad, vendido, comprado y traspasado como mera mercancía… ¿Dar a cambio de nada?

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Los obstáculos no menguan… Aumentan… No juzguéis. No condenéis… ¿Podríamos pasar un único día sin criticar a alguien? O sin calumniarlo… ¿Lo intentáis? Porque la lengua manda… Y, ya puestos, reproduces un fragmento del apóstol Santiago: «Mirad cómo una chispa de nada prende fuego a tanta madera. También la lengua es una chispa; la lengua representa un mundo de iniquidad, contamina a la persona entera (…) La lengua, en cambio, ningún hombre es capaz de domarla: es dañina e inquieta, cargada de veneno mortal (…) De la misma boca salen bendiciones y maldiciones. Eso no puede ser, hermanos míos».

Para unos será un mero programa político, para otros algo más. Pero unos y otros deberíais coincidir en la bellísima propuesta realizada por Cristo. Ante ella, u optáis por el sofá (y os quejáis yerma y amargamente de la pésima clase política que tenéis) o, cargados coraje, la aceptáis, para conseguir que un mundo solidario sustituya el hedor del orbe presente. Y tanto da si os santiguáis o no, porque, a la postre, se trata, simplemente, de amar… Que no es poco.