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Su discurso, aprendido bajo la miseria intelectual de la atmósfera soviética, no da para más. Sin embargo, el mensaje inicial de la invasión para desnazificar Ucrania cosechó cierta comprensión entre la extensa familia mundial heredera del comunismo. Era una país donde germinaba con fuerza esa semilla, se llegó a oír entre los simpatizantes de Putin con ánimo evidente de legitimar la barbarie provocada por aquel tipo de ideas cortas y mesas largas.       

Lo que tiene de nazi es el método del líder ruso, que demuestra una vez más que todos los extremos son iguales. En aquel régimen hitleriano que a todos nos ha avergonzado, primero se señalaban las puertas de las casas habitadas por judíos y así se creaba el estigma, el motivo que explicaba lo que vendría después.

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Desde hace poco más de un lustro, cuando irrumpió en la escena española con la fuerza de un huracán aquel saltimbanqui de la política bolivariana que decía, entre otras lidenzas democráticas, que la Justicia debe estar supeditada al Gobierno, se puso en marcha una suerte de señalamiento parecido. Aquel que pensaba diferente era indefectiblemente un facha y el país se llenó así, gratis y sin esfuerzo, de fachas, antítesis de progres, que es lo intelectual y políticamente correcto.

Luego de aquel primer episodio, aquellos que se oponían al separatismo y sus juegos florales recibían el mismo apelativo. Los fachas ya no cabían entonces en un tren. Y los que discrepaban del feminismo transversal y del lenguaje inventado por la ministra más ignorante que ha pisado un consejo de ministros también eran fachas y, como tales, gente de mala calaña.

El método es tan rancio como el nazismo o el comunismo, primos hermanos que han rivalizado en genocidio, pero sigue vigente. Primero se les marca y con ello se les desacredita, a partir de ahí hay causa general para el linchamiento.