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España se revuelca en una ciénaga económica que asusta si nos atenemos a los últimos datos sobre la inflación que ya bordea el 10 por ciento, y el plan de choque con el que opera el Gobierno para combatirla.

A efectos prácticos supone que perdemos poder adquisitivo a marchas forzadas porque bienes y servicios se encarecen progresivamente y de forma sostenida mientras que los sueldos están cogidos con alfileres. Quiere esto decir que con cada euro del que disponemos a medida que se suceden los días podemos adquirir menos de todo lo que necesitamos.

La preocupante cifra inflacionista -9,8 por ciento- lo es más si observamos como el Ejecutivo, entre otras iniciativas, regala 400 euros a los jóvenes menores de 18 años para que vayan al cine o al teatro, o bien pretende paliar el coste disparado del combustible siendo los propios empresarios de las gasolineras los que adelanten el descuento. Para rematarlo aprueba una medida excepcional para que los supermercados puedan limitar el número de artículos determinados que pueda comprar una sola persona, lo que inevitablemente se asocia al peligro de desabastecimiento o de las cartillas de racionamiento que manejan los países comunistas.

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Las protestas de muchos sectores fundamentales para el funcionamiento del país -transportistas, pescadores, sanitarios…- repercuten en el consumidor de a pie para acabar cediendo a buena parte de sus pretensiones anunciando riadas de millones que pueden acabar llevando el país a la bancarrota.

La excusa no puede ser ya solo la pandemia o la guerra puesto que antes de que Putin entrara en Ucrania, la inflación ya estaba próxima al 8 por ciento. En Francia hoy está en un 3,6 o en Portugal en un 4,2. Algo se está haciendo francamente mal aquí.

El plan de choque frontal del que habla el Gobierno debería iniciarse en cualquiera de los casos con una decidida intervención en el gasto público que suponen las administraciones, empezando por el consejo de ministros más numeroso y caro de la historia de la democracia.