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La Iglesia asegura que sin la creencia en Dios no podemos aprobar el curso de la vida. Inicialmente, semejante aserto parece un desatino. Seguramente Dios, el Principio o como usted prefiera llamarlo nos concibió para que nosotros, solitos, fuéramos capaces de sacar adelante esta disciplina que es la existencia, de lo contrario se trataría claramente de una encerrona. Si nuestro padre biológico nos facilita los instrumentos necesarios para coger rueda en este mundo, el otro, el Creador, no puede ser menos y más a sabiendas de que no creer en Él es hasta cierto punto lógico, habida cuenta de que nadie lo ha visto o lo paradójico que es alcanzar tal conclusión, a expensas como estamos de la realidad.

Si ahondamos en la trama comprobaremos, sin embargo, que la Iglesia no anda desencaminada, si bien no explica técnicamente la razón.

Si no creemos en Dios tampoco solemos creer que después de este mundo nos espera otro. Sostienen, pues, ambas cosas, su paralelismo; no es usual lo uno sin lo otro. Y si no existe otro mundo, la psique y los sentidos, forofos del planeta, arrasan con los manjares terrenales, sin chance para que meta baza el representante universal que mora en nuestras dependencias, el espíritu, contrario a muchos de ellos. Se dan numerosos casos, verdad, donde el cuerpo quiere una cosa y el espíritu, otra distinta. Ocurre a menudo. Y la incredulidad en Dios comporta hacerle la cama al cuerpo y el espíritu deba acostarse en el suelo.     

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Lo mismo acontece con las relaciones sociales, muchas veces contrarias a las espirituales, por elitistas, por clasistas, por segregacionistas. Porque si la persona no cree en el más allá, suele creer en el más aquí, y lógicamente no suele seguir las exhortaciones de conformarse con ser de los últimos, o sea, solidario, legal, fraternal, etc., sino que se preocupa de ser el primero, de estar por encima del prójimo. Y me refiero a cualquier clase social, incluso las más bajas, donde uno también pretende ser más que otro. Ser el primero, o estar antes que otros, implica muchas veces, además, el uso de triquiñuelas que repele ya gravemente el espíritu, escorándose uno hacia la listeza, en vez de revestirse de sapiencia.

Incluso el hombre medio, neutro, bueno, ético, al no creer en Dios, al no creer en otra vida, no se esfuerza en mejorar asuntos que los siente de algún modo indebidos, y no por la repercusión de la archiconocida cantinela religiosa sino por rezumar      idealidad en sus entrañas.

La creencia en el más allá, la creencia en Dios, quizá no es absolutamente necesaria, pero ¿qué persona es capaz de educarse tal y como requiere el Universo?, ¿qué persona puede seguir una línea recta, impoluta, y dejar de lado los manjares terrenales, sin el credo divino?