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La frase (atribuida a infinidad de autores: Diógenes, Lord Byron, Antonio Gala) «cuanto más conozco al hombre más quiero a mi perro», llama a tu puerta tras leer un riguroso y demoledor informe científico sobre las consecuencias que podrá tener -que tendrá- el calentamiento global en la Naturaleza. Visión que, unida al covid, a la guerra de Ucrania y a otras muestras de a dónde os conduce la condición humana, te insta a endurecerla…

- El hombre es el único animal capaz de poner en peligro la supervivencia (la ha puesto ya en diversas ocasiones) de su propio hábitat sin tener uno de recambio… La supervivencia de su hábitat    y de él mismo –te espetas-.

- ¿A cambio de…? -preguntas-.

Y no hallas respuesta, tal vez porque no exista o, simplemente, te sea del todo imposible encontrarla… Recurres, entonces, a lo de siempre: el poder, el narcisismo, las patologías mentales, la conducta de los sicópatas, el afán de dominio, el dinero, la soberbia…

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- Pues va a ser eso… Porque vivís como si fuerais a ser eternos    y no renunciáis a esa falacia a pesar de que, en el fondo de vuestras almas, sois plenamente conscientes del autoengaño. En esa tesitura siempre os socorre Mario Puzo: «La muerte es eso que únicamente les ocurre a los demás»

El 14 de febrero de 1990, la sonda espacial Voyager 1, desde una distancia de 6000 millones de kilómetros con respecto a la Tierra, os hizo, sin embargo, bajar de la peana, al mostraros la fotografía de un minúsculo punto azul, es decir, la bestial insignificancia de vuestro planeta en la desoladora inmensidad de un Universo en el que, aparentemente, el hombre está completamente solo. El astrónomo, escritor y polifacético Carl Edward Sagan, partiendo de esta instantánea, escribió un texto que dio la vuelta al mundo y que, visto la que os está cayendo, convendría repasar. A saber: «Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Eso somos nosotros. En él, todos los que amas, todos los que conoces, todos a los que alguna vez escuchaste, cada ser humano que ha existido, vivió su vida. La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, miles de religiones seguras de sí mismas, ideologías (…) cada político corrupto, cada «superestrella», cada «líder supremo», cada santo y pecador en la historia de nuestra especie, vivió ahí, en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol.

La Tierra es un escenario muy pequeño en la vasta arena cósmica. Piensa en los ríos de sangre vertida por todos esos generales y emperadores, para que en su gloria y triunfo, pudieran convertirse en amos momentáneos de una fracción de un punto. Piensa en las interminables crueldades cometidas (…) Cuán frecuentes sus malentendidos, cuán ávidos están de matarse los unos a los otros, cómo de fervientes son sus odios…»

¡Ojalá hubieran conocido ese texto, sentido y asumido los grandes genocidas que en el mundo han sido! ¡Ojalá en un futuro inmediato, en los planes de estudios, se dé prioridad absoluta a los valores éticos y a las materias humanísticas! Por el simple hecho de que, acercándolo a la bondad, éstas mejoran sustancialmente al hombre, lo reconcilian consigo mismo y con su entorno y le dan a entender que, como diría Jack London, el hombre no fue concebido simplemente para existir, sino para vivir. En paz –añadirías modestamente-. En palabras de Voltaire: «Solo entre gente de bien puede existir la amistad, ya que la gente perversa solo tiene cómplices; la interesada, socios; la política, partidarios; la de la realeza, cortesanos… Únicamente la gente buena tiene amigos.»

Pero, mientras tanto, los dictadores y ególatras, metidos a dioses, siguen sin reconocer la insignificancia de ese pequeño punto azul, la suya propia, y continúan infligiendo el dolor a quienes, por el contrario, sí la perciben a causa de su hambre, su sed de justicia, su pobreza energética y alimentaria y su indefensión, arropados solo por el, sin embargo, bendito calor de su inocencia…