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Ha pasado una semana desde la ceremonia de entrega de los Oscar y todavía colea algo totalmente ajeno a los premios en sí: el bofetón propinado por el actor Will Smith al cómico Chris Rock por hacer referencia a la cabeza rapada de su mujer Jada Pinkett, -quien ahora sabemos que sufre alopecia-, y a la secuela de G.I. Jane, la teniente O’Neil en España. Un chiste burdo que por lo visto se sacó de la chistera porque no estaba en el guión de la ceremonia. La reacción ya la conocemos, bofetada y gritos, un momento incómodo hasta viéndolo en la pantalla del televisor, tan ridículo que en un principio creí que era una opereta típica de Hollywood, un montaje. Pero no, Will Smith terminó la semana con su renuncia como miembro de la Academia de cine, no sé a estas horas que pasará con el Oscar que ganó en esa su noche de gloria y vergüenza. Lo cierto es que todo lo relacionado con el cine quedó eclipsado por una acción que ha reavivado otro debate ¿cuál es el límite del humor? ¿No habían quedado ya atrás los chistes malos que se ríen de los defectos o las limitaciones de los demás? No del todo. Es común en ciertos monólogos hacer la presentación de personajes cubriéndolos literalmente de insultos cómicos, o que pretenden serlo. Son chistes crueles y sus destinatarios tienen que aguantar el tipo, pero a juzgar por las caras que ponen en el roast battle de un conocido canal televisivo, no los encajan muy bien. Algo así como lo que le pasó a la mujer de Smith. A partir de ahí, todo tipo de interpretaciones, desde los que consideran la actitud del actor machista a quienes se preguntan qué hubiera ocurrido si a la broma-reacción se le hubiera añadido otro factor como el racial o el de género. Lo mejor hubiera sido que se quedara en su silla, con la misma cara de circunstancias que puso la aludida, y dejando que los asistentes a la gala juzgaran. Hacer gracia es complicado, y el público, con su silencio, sabe ser más frío y cruel que el chistoso.