TW

Sin entrar en consideraciones científicas porque uno no dispone de mínimos conocimientos para ello, al amparo de la baja hospitalización, la tasa de incidencia y la aplicación masiva de la vacuna, la retirada de las mascarillas en interiores aparece como una decisión previsible, incluso bastante lógica a estas alturas de la película.

El tiempo determinará si el Gobierno de la nación esta vez  ha obrado con acierto después de aquellos volantazos iniciales de hace un par de años cuando primero disuadió de su utilidad y poco después obligó a que todos la lleváramos puesta.

Noticias relacionadas

Eso sí, la decisión pierde fuerza porque le falta concreción y por ese mismo motivo ha provocado quejas y confusión. Y es que el fin de la obligatoriedad, salvo las excepciones en el transporte público y centros sociosanitarios, supone que la responsabilidad de su utilización recae en los propios ciudadanos y en los responsables de riesgos laborales de cada empresa. Así se dan situaciones tan contradictorias como que los empleados de un supermercado deban llevarla puesta y los clientes no, o que unas empresas obliguen a sus trabajadores a ponérsela y otras no lo hagan, sin saber cuál es el soporte jurídico en cada caso, considerando que la norma estatal es que pasa a ser voluntaria.

Al margen de estas ambigüedades por un decreto impreciso, lo cierto es que han pasado 700 días desde que la mascarilla entró en nuestras vidas hasta crear tendencia con múltiples diseños a modo de apéndice de nuestro rostro, camuflado tras lo que no deja de ser un trapito que nos protege la boca y la nariz para evitar los contagios.

La retirada de su obligatoriedad es una buena nueva excelente, coincidiendo, además, con la llegada del buen tiempo. Supone, ahora sí, que la normalidad -más la vieja que la nueva- regresa a nuestros hábitos desprendiéndonos de un elemento que habrá sido muy efectivo pero que es de una incomodidad mayúscula.