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Hace mucho tiempo, en un lugar no tan lejano, vivía una persona tranquilamente. Era alguien cuya mayor preocupación, tras la de comer y respirar, era la de no molestar y, consecuentemente, que no le molestaran. Gozaba de una existencia plácida en la que apenas había dolores de cabeza y los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas y los meses iban pasando a la velocidad que tocaba, ni tan lento como te imaginas ni tan rápido como creerías. Era una vida demasiado sencilla para cualquiera de sus vecinos, excepto para ella, ya que consideraba que era una vida maravillosa en la que tenía todo lo que necesitaba. Ni más, ni menos.

En esas estaba, con sus quehaceres habituales, cuando apareció un vecino muy consternado. Sin que le preguntara el motivo de sus prisas –porque en realidad poco le importaba-, el recién llegado le comentó que no muy lejos de allí había estallado una guerra entre un pueblo que quería crecer y otro que no quería que lo molestasen. Nuestro protagonista se sintió identificado con la imperiosa necesidad de que lo dejasen en paz y pronto volvió a su plácida soledad mientras se diluía esa noticia que, en realidad, consideraba que no le afectaba.

En otra ocasión, mientras cuidaba de su huerto con la paciencia y la tranquilidad de quien se sabe que está labrando su futuro, atendió a otro visitante que se quejaba de que una serie de decisiones políticas estaban fracturando la sociedad partiéndola entre los que pensaban una cosa y los que pensaban todo lo contrario. Él, que no tenía más bando que el de la ambigüedad, le animó a que cambiaran a los políticos, así los que ahora no estaban de acuerdo, lo estarían la siguiente vez. Aunque si nada cambiada, tampoco le perturbaba, porque jamás perdió el tiempo en la política porque directamente no confiaba en ella.   

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Otro día, en mitad de un airoso debate consigo mismo sobre si le apetecía comerse una pera o una manzana, le abordó alguien fastidiado porque su equipo deportivo no había logrado el objetivo deseado. La frustración que encontró en ese vecino le hizo imaginar a nuestro protagonista que su equipo era algo muy importante y rápidamente lo tuvo claro. Prefería pera, era la temporada ideal para tan jugoso fruto. Y los llantos del otro, le daban igual.

En el momento de su muerte, en esa plácida soledad que tanto había disfrutado se preguntó si alguien le echaría de menos. El silencio que recibió como respuesta le confirmó que ahora era él el que no le importaba a nadie, y entonces pensó, «quizás deberían haberme importado más las cosas que me daban igual, para que yo le hubiese importado un poco más a los que les he dado igual». Feliç Sant Jordi!

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