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La Pascua de Pentecostés, que hoy festejamos, no es otra cosa que la celebración de la venida en nosotros del Dios Espíritu Santo, la tercera persona de la santísima Trinidad. Todos lo que fuimos bautizados recibimos, en virtud de este sacramento de la iniciación cristiana, al Espíritu Santo, que es el Dios que habita en nosotros para hacernos sus hijos santos y miembros de su pueblo que es la Iglesia. Los discípulos de Cristo recibieron por primera vez el Espíritu al cabo de cincuenta días después de la Resurrección. Nosotros al ser bautizados.

Sin el Espíritu Santo no nos beneficiaríamos de los frutos de la Redención y, por tanto, no tendríamos la condición de hijos de Dios y tampoco formaríamos parte de la Iglesia. Nuestra salvación estaría en entredicho. El Espíritu Santo nos es necesario para salvarnos. De ahí la importancia y necesidad de la Pascua de Pentecostés.

Por tal motivo, en la intimidad de la última cena Cristo dijo a los apóstoles: «Os conviene que me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si me voy, os lo enviaré (Jn    16,7)». «Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre (Jn 14, 15)». «El me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará (Jn º6, 14)». Así como Jesucristo nos dio a conocer al Padre: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre (Jn 14,9)». El Espíritu Santo nos da a conocer al Hijo y al Padre y con ello nos da luz para entender y apropiarnos de todo lo que el Hijo nos ha enseñado y ha hecho por nosotros.

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La santidad es la plenitud de la vida cristiana. «Sed perfectos como mi padre celestial es perfecto (Mt 5,48)», nos dice Cristo. O «Sed santos porque Yo soy santo (1 P 1,16)». «Porque esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1Thess 4,3)». El Concilio Vaticano II declara «que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano (LG 40)». Si por el bautismo fuimos santificados, es necesario que, con la ayuda del mismo Espíritu, conservemos y perfeccionemos en nuestra vida la santificación que recibimos.

El Espíritu Santo nos santifica con sus dones. Mediante el don de entendimiento al fiel cristiano le es dado un conocimiento más profundo de las verdades reveladas y del sentido de la Sagrada Escritura. Con el don de ciencia el cristiano percibe con toda claridad que la creación entera ha venido de Dios y a Dios se ordena. Fe y ciencia no se contraponen sino que se complementan. Nos enseña a ordenar a Dios las actividades temporales, a amar las cosas de la tierra, pero valorándolas en su justo valor, el que tienen para Dios. Iluminados con el don de sabiduría entendemos en su verdadero sentido los sucesos de esta vida y aprendemos a tomar las decisiones idóneas para ser agradables a Dios. El don de consejo nos facilita la elección de los medios para cumplir la voluntad de Dios y nos impulsa a mejorar nuestra vida, a corresponder más y mejor y a mantener una conciencia recta, sin deformaciones. El don de fortaleza nos da fuerza para luchar y vencer los obstáculos que cada día se presentan para cumplir con los deberes. «Todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4,13)». Por el don de temor, dice santa Teresa, miramos donde ponemos los pies para no caer. El alma experimenta un gran horror al pecado y, si lo comete, una vivísima contrición.

Por último, el don de piedad es el don del amor, de la filiación divina, de los hijos que aman entrañablemente a su Padre Dios y al mismo tiempo a sus hermanos los hombres. Nos da la confianza filial que nos hace sentirnos seguros en la oración, con la cual pedimos, como hijos pequeños necesitados, combatir todo egoísmo, superar nuestros apetitos y que las cosas del Señor no nos separen del Señor de las cosas. Nos enseña a ser mortificados, a negarnos a nosotros mismos y seguir al Señor llevando la cruz de cada día. A tener siempre una buena disposición interior para ser más dóciles a la acción constante y santificadora del Espíritu Santo, decisiva para nuestra salvación. ¡Que oportuna es esta fiesta! ¡Nos llena de alegría!