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Dicen que don Pachi murió de un infarto. Aunque –piensas- algo tuvo que ver, tal vez, su caída en la entrada del bloque de pisos y ese cúmulo de publicidad que cubría casi totalmente su cuerpo. Don Pachi –Pachi para los pocos amigos que le quedaban- sentía especial devoción y lástima por su buzón, el suyo, sí, y por ese otro, público, inundado de ictericia, que resistía, invicto,  en la esquina de su calle, como pez fuera del agua, mudo testigo de un mundo poético e ido. Ambos, Pachi y su buzón, compartían, a la postre, soledad y ese sentimiento amargo de sentirse ya inútiles. Pachi estaba jubilado y el buzón de marras, como el coronel de García Márquez, no tenía quien le escribiera. Cuando, sobre las 13.00 horas, Pachi bajaba diariamente en busca de su correspondencia, sabía que no se encontraría con ninguna carta personal, escrita por un humano… A lo sumo, con un acuse de recibo de un cartero que, falaz él, le indicaba que no lo había encontrado en casa (Pachi llevaba meses sin moverse de ella), con publicidad electro-campestre-alimentaria, con una citación sanitaria o con esos panfletos lujosísimos con que los gobernantes de distintos niveles intentaban convencer inútilmente al personal de que su gestión había sido la repera y no coña marinera (¿un micro machismo?)

¡Qué incongruencia –se decía- la de optar por el reciclaje y la defensa de la Naturaleza y, paralelamente, hacer un uso abusivo y estéril del papel para mayor gloria del reyezuelo pasajero de turno!

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Luego, cansado, regresaba al piso y releía esas cartas de amor que hacía… ¿Qué hacía cuánto? ¡La memoria, ya se sabe! Al igual que la propia piel del pensionista, las epístolas habían ido adquiriendo un color amarillento que, sin embargo, no disgustaba al anciano. Unidas por una tela sajada, olían aún (por lo menos esa era la impresión de Pachi) al perfume de Ella… Recibirlas, antaño, era como tocar el cielo y escribirlas la más inequívoca muestra de fidelidad… Pachi era un maestro en ese menester. Pensaba con lentitud qué quería decirle no a la mujer, sino a su mujer. Y luego pasaba al cómo. Su caligrafía tenía mucho de arte. Escribía con estilográfica. Y su pasión desmedida por las palabras hacía que, en ocasiones, descontento con el resultado, rompiera una y otra vez la cuartilla para comenzar de nuevo. Las escogía, las pronunciaba, las cambiaba, las emparejaba, se dejaba embelesar por ellas, las acariciaba… Y, finalmente, uniéndolas con sentido y belleza extrema (¡y luego dirán que la sintaxis no sirve para nada!), dejaba plasmados en una hoja en blanco los profundísimos latidos de su corazón… Después, satisfecho, cubría con decoro lo dicho y cerraba el sobre con algo parecido a un beso. A continuación leía y releía –a modo de poético T.O.C. -la dirección (¡no vayamos a espicharla!) y el remitente. Tenía que quedar claro quién era Ella y quién era Él. Porque Ella y Él siempre serían Ella y Él… Finalmente, iba en busca de un buzón y, durante el trayecto, se la imaginaba, a Dulce (¡pongámosle finalmente nombre!) abriendo la misiva, abriendo el alma de Pachi… Ese largo y costoso y sublime proceso era todo un verdadero acto de amor… Mas no un emoticono. Hasta que un día…

Hace meses que Pachi no abre el buzón (¡él sabrá perdonarle!) Supermercados, panfletos políticos indecorosos, tramposas ofertas anidan hoy, apretujados, en esa casa por la que ya no transita ningún sentimiento, ningún soplo de vida vívida…

Cuentan que, a requerimiento de la comunidad, un lunes cualquiera, Pachi optó por vaciarlo. Todo tipo de papeles cayeron sobre su cuerpo. Pero, entre ellos, creyó ver un sobre manuscrito, una carta de Ella… Y fue cuando el corazón decidió también jubilarse. No fue mala muerte esa. Peor habría sido, para Pachi, sobrevivir y comprobar que aquello había sido una ilusión propia de su demencia (¿demencia?) en ciernes, que no era una carta de Ella, rediviva, que se trataba, simple y nuevamente (tiempo de elecciones), de una yerma y tristísima papeleta electoral…