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Post festum pestum, en el decir de los romanos (después de la fiesta peste). Creo que ya hemos entrado en el verano, y lo hemos celebrado con las fiestas del solsticio más o menos santificadas, según los dictados de la tradición católica. Nunca vi sudar tanto a un hombre como al fabioler de Sant Joan en Ciutadella, Sebastià Salord. Parecía salir de un pantano, tocando el caramillo y el tambor, eso sí, impasible el ademán. Le pregunté al caixer senyor, Borja Saura, si había sudado mucho el Dia d’es be (día del cordero). Me dijo que Sebastià le había ganado, pero que no había sudado tanto en toda su vida, y eso que vive en México, en la zona del Caribe. Si los caixers y cavallers de San Juan fueran de helado se derretirían y se convertirían en una comitiva de fantasmas. Sería como aquello del hombre invisible. Trajes huecos que se moverían sobre caballos inexistentes. Porque se supone que los caballos también pasan calor, máxime cuando llevan a un caballero a cuestas, un hombre con sombrero, chaqué, chaleco, camisa, pajarita, botas, guantes, fusta y el orgullo de muchas generaciones de antepasados que ya se convirtieron en sombras. Los seres humanos tenemos esa manía, nos gusta celebrar las grandes fiestas con ceremonias a veces tan vistosas y tan seguidas por las multitudes como San Juan.

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Quién tuviera tal ventura como tuvo el infante Arnaldos la mañana de San Juan. San Juan pasó, San Pedro encima y mis hijas desnudas… Es lo que telegrafió un célebre paisano que no había recibido la tela para los vestidos de sus hijas, porque se conoce que en tiempos las mujeres se vestían de punta en blanco para tamañas celebraciones y los hombres se emperifollaban de lo lindo, o como dice el vulgo es vestien de vint-i-un botons. Muchos botones para la mitad trasera de la palabra «emperifollar». Y sin embargo los invitados a la beguda, el convite del caixer senyor, llevaban traje y corbata en la noche -casi madrugada- de San Juan, cuando el infante Arnaldos ya debía de haber perdido toda la ventura. Había quien bailaba a saltitos, como si necesitara calentar músculos, y quien se lo tomaba con filosofía y con un gin-tonic, mientras abajo, en las callejuelas de Ciutadella, todo era alegría, casi jolgorio, y se repetían los tópicos: vasito de gin, pañuelo rojo con la cruz blanca, un vuelo suave de avellanas –el vuelo que enamora–, arena en las calles, caballos herrados con goma como si llevaran abarcas, cantos de juventud, nostalgias del tiempo perdido, caragol…