TW

Ayer conmemoramos el Día de la Desgracia: cuando los turcos el 9 de julio de 1558 asediaron Ciutadella, la arrasaron, quemaron y saquearon la iglesia parroquial de Santa María, y se llevaron cautivos a unos cuatro mil ciudadanos, después de causar un millar de muertos. Una verdadera desgracia que Ciutadella no puede olvidar y que el monumento erigido en medio de la principal plaza del Born nos recuerda continuamente con su inscripción: «Hic sustinuimos usque ad mortem pro aris et focis». Aquí luchamos hasta la muerte por la religión y la patria.

Se trata de una frase que resume con acierto los principios y valores fundamentales que dan sentido y razón de ser a un pueblo, la fe y el hogar, sin los cuales no puede vivir. Ellos conforman su identidad. En nuestro caso los habitantes de la Ciutadella de la mitad del siglo XVI, que son nuestros antepasados, cuya sangre circula aún por nuestras venas.

Nuestra fe es la que cree en Dios, uno y trino, Señor de todas las cosas, que nos ha creado a su imagen y semejanza, su criatura predilecta, infundiendo la ley del amor en nuestros corazones; que ante nuestra infidelidad nos ha redimido por su hijo Jesucristo hecho hombre, que en prueba de amor por nosotros ha entregado su vida hasta la muerte, muerte de cruz, para salvarnos; que nos ha dejado su doctrina, el ejemplo de su vida y los medios para luchar y serle fieles: el Espíritu Santo que nos santifica con su gracia a través de los sacramentos y la oración.

Noticias relacionadas

Esta persona humana, única e irrepetible, abierta a la trascendencia divina, está dotada de una dignidad que la realza sobre todas las demás criaturas. La persona es esencialmente un ser social que convive con otras personas formando pueblos. Esta dignidad personal requiere estar tutelada por unos derechos fundamentales contenidos en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, proclamada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. Inseparables de los derechos se encuentran también los deberes. Juan Pablo II en su encíclica Centesimus annus ha trazado una lista de derechos y deberes. El principal de ellos es el de la vida desde su concepción hasta su conclusión natural.

La Iglesia nos ha señalado unos principios y valores que rigen la convivencia de los hombres. El primero de los principios es el del Bien Común que procura las condiciones sociales necesarias para la promoción integral de la persona y de sus derechos fundamentales. Otro principio es el del Destino Universal de todos los Bienes, que para asegurar su ejercicio justo y ordenado es necesario un ordenamiento jurídico adecuado que lo compatibilice con el derecho a la Propiedad Privada, como fruto del trabajo del hombre y nunca como algo absoluto, sino reconociendo su función social y la opción preferencial por los pobres. Otros principios son el Subsidiariedad, el de Participación Democrática y el de Solidaridad, no solo entre personas sino también entre pueblos.

La doctrina social de la Iglesia nos indica también unos valores fundamentales inherentes a la dignidad de la persona. En primer lugar, la obligación de saber y actuar de acuerdo con la Verdad, contra la arbitrariedad, exigiendo transparencia y honestidad en la actuación personal y social. Otro, el de la Libertad, como capacidad de disponer de sí mismo con vistas a su bien. Otro, la Justicia, dando a Dios, al Estado y al prójimo lo que les es debido, teniendo en cuenta que la justicia por sí sola no basta si no se abre a la fuerza más profunda del Amor.

No cabe duda que con esta fe y con estos principios y valores un pueblo, como  el nuestro, puede vivir feliz. Importa observarlos con vigor y defenderlos «usque ad mortem», hasta la muerte, como hicieron nuestros antepasados, evitando una inexorable decadencia cívica y moral.