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Muchas imágenes han ido acudiendo a mi mente desde que recibiera la notificación de que se me había concedido la medalla de oro por parte del Colegio de Médicos de Baleares. A la inicial sorpresa -nunca me había parado a pensar los años que llevaba como colegiado- le sucedió una serie de recuerdos sobre la vivido en estos cincuenta años de profesión, cuatro de ellos en Mallorca y el resto en mi ciudad natal, Mahón. Los primeros se remontan a la cámara oscura de mi padre, el doctor Pedro Bosch Olives en la calle de las Moreras, donde de niño me fascinaba verle dirigir extraños destellos a los ojos de los pacientes con un espejito con un agujero en su centro. También me intrigaba una cajita metálica siempre cerrada a cal y canto, llamada en casa «sa caixa de ses eines», donde se guardaban sus rudimentarios instrumentos quirúrgicos, hoy exhibidos en la sala de oftalmología en la Isla del Rey.

Llegó la licenciatura y, tras los consabidos años de especialización entre Palma y Barcelona (becado por el Colegio de Médicos), en los que seguía escribiendo para «Es Diari» unas «Crónicas de un menorquín en el exilio», lo que dejaba muy claras mis intenciones de volver a la Roqueta,    y organizar un Servicio de Oftalmología digno de los tiempos que corrían. Partimos prácticamente de cero y con mis compañeros, entre los que se encontraba mi esposa Concha Valero, creo honradamente que conseguimos unas dignas cotas de calidad médica y quirúrgica en las patologías más frecuentes: cataratas, glaucomas, estrabismos y desprendimientos de retina, subespecialidades las tres últimas que nunca habían generado actividad quirúrgica en la isla.

Asentado ya el Servicio, vendría una apasionante época de profundos cambios quirúrgicos con la implantación de lentes intraoculares, que nos obligaron a un peregrinaje fuera de la isla para aprender las nuevas técnicas que significaban una auténtica revolución en nuestra cirugía más frecuente: baste señalar que las incisiones de    nuestras primeras cataratas en los años setenta las llevábamos a cabo con hojitas de afeitar y abriendo ampliamente la córnea, lo que daba lugar a frecuentes    complicaciones. De hecho, los operados quedaban cinco días ingresados, los dos primeros con los dos ojos tapados y en rigurosa inmovilidad; luego tenían que llevar unas gafas de más de diez dioptrías. Hoy los operados marchan a casa a las dos horas de la cirugía y prácticamente no necesitan gafas. Habíamos pasado del siglo XVIII al XXI en un abrir y cerrar de ojos (nunca mejor dicho).

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Ahora, cincuenta años después, tras miles de consultas, cientos de cirugías, decenas de congresos y reuniones científicas por todo el mundo, y la satisfacción de haber podido continuar la labor del padre prematuramente desaparecido y poner los cimientos de un servicio de Oftalmología moderno, uno echa la vista atrás y rememora algunas anécdotas, como la de aquella mujer que se me quejaba de que desde que su marido    había sido operado de cataratas, no hacía más que decirle que estaba llena de arrugas. Y qué decir de aquellos niños bizcos a los que operamos en su infancia y años después han ido apareciendo por la consulta para tratar a sus propios hijos, afectos del mismo problema; pero también están ¡ay! los fracasos, cuyo recuerdo reaparece fatalmente de madrugada y parecen llevarte de nuevo a la habitación del paciente para decirle que las cosas no habían salido como se esperaba…

Entre las satisfacciones más intensas, la de ver a nuestro hijo Jordi continuar la saga que inaugurara su abuelo, y hacerlo con profesionalidad intachable y un talante humano, sencillo y natural, imbuido de la norma irrenunciable en medicina del primun non nocere, sobre todo no hagas daño, título además de un libro magistral del neurocirujano británico Henry Marsh, en el que repasa su trayectoria profesional, trufada de éxitos y fracasos, como todas. Pero escuchar siempre al paciente, curar cuando se pueda y aliviar siempre, han sido y siguen siendo valores básicos en una profesión tan singular como apasionante.

A la hora del balance uno pediría indulgencia a los decepcionados y manifestaría un agradecimiento sin límites a los que a lo largo de cinco décadas han seguido confiando en nuestro quehacer médico. Dejo una profesión singular (trata con seres dolientes) con la conciencia tranquila de haber tratado con humildad y humanidad a los pacientes, y la satisfacción de haber sido correspondido generosamente, como lo fue mi padre y estoy seguro  de  que lo será nuestro hijo.