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Dicen que lo que cuesta es entrar pero no, lo que cuesta es salir. Porque una vez dentro lo que cuenta es echar ancla, asegurarse mullida poltrona y tener algo de verborrea aunque lo que se diga no tenga sentido y sea de corto recorrido. Yo en estos meses veraniegos que no son míos si no de aquellos que llegan para descubrirnos, dicen ellos, no pongo un pie en la playa y renuncio a rebozarme de arena como si fuera una croqueta. Huyo de las aglomeraciones en calles porque no soy experto en esquives y siempre acabo dándome con algún viandante que navega más despistado que yo y cuando entre «lo siento» y «sorry» consigo al fin otear un espacio libre que se me asemeja a un pequeño oasis, me quedo en él con el único fin de tomar unas bocanadas de aire que me ayuden a seguir peregrinando entre las multitudes. Las multitudes en parte te cambian o por lo menos lo intentan.

Ese enjambre internacional de pieles al rojo vivo y untados de aceite como si fueran gigantescas tostadas, vienen a decirte que las calles son suyas, que circulan por donde quieren y como quieren y que tú, hormiguita en este extraño paraíso, lo que debes hacer es circular por los escasos márgenes que te van dejando. Entonces lo que hago es practicar una retirada a tiempo que no deja de ser una victoria a medias y enfrentarme a mis caseros mosquitos tigre que    ya me estaban echando de menos. Dejo que se me acerquen, que aterricen y se posicionen e intento pillar alguno. Difícil es pero al menos se que estoy jugando en casa y que como en el deporte, siempre es una ventaja para salir vencedor.