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Once años y medio han sido necesarios para que el «despilfarro continuado de dinero público», hasta 741 millones, tenga sentencia firme. Hay pena de cárcel para el expresidente Griñán, para cinco exconsejeros y un exdirector general involucrados activamente o, siendo benévolos, por omisión del deber en la trama de los ERE de la Junta de Andalucía.

Ante un caso flagrante de corrupción, con el agravante moral de haber dedicado presupuesto a vicios repugnantes, antes bastaba la vergüenza pública para apartarlos del cargo en caso de que el sujeto o ‘sujeta’ no lo hubiese hecho ya por iniciativa propia. Ahora hemos socializado este tipo de conductas y echamos mano del último recurso, el del Constitucional para que, en el caso de Griñán, paralice el ingreso en prisión e incluso el indulto del Gobierno por tratarse de compañeras y compañeros abocados a la antesala del trullo.                   

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En parecido contexto está la presidenta del parlamento catalán una vez que el talismán del independentismo ya no cuela para tapar el burdo trapicheo con el dinero de todos.   

La decepción y el peligro que todo esto supone para el sistema no viene de la conducta humana -somos un país de pillos, dicen-, sino en la cobertura y amparo que los partidos políticos dan a los granujas. Del caso del socialismo andaluz llama la atención que cuando la juez logra echarles el guante casi todas ellas y ellos se han acomodado ya en los escaños del Congreso y del Senado. Es decir, en vez de depurar a responsabilidades les echan un manto de protección institucional convirtiéndolos en aforados, ese privilegio incomprensible para el ciudadano medio.

En este tipo de episodios no es que se pierda la confianza en un partido concreto, sería injusto porque no es el único que lo practica, sino en un modelo de democracia que, a pesar de todo seguimos considerando bueno.