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Una nueva modalidad turística se ha puesto en marcha este verano. Los anglosajones la llaman revenge tourisme, es decir «turismo de venganza», que explicaría en parte el frenesí viajero que le ha entrado a media humanidad (la otra media, obviamente, no puede dedicarse a este deporte ni en low cost), una especie de venganza por los dos años de cautividad por la pandemia. «¿Me habéis confinado?, pues os vais a enterar», parece ser el lema que ha propulsado hordas turísticas por todo el orbe en busca de nuevas (?) sensaciones que entierren el recuerdo del arresto domiciliario sufrido.

Parece que estuviéramos en el último verano de nuestras vidas, presas de una furia vital que muchas veces convierte en suplicio esa sed de nuevas emociones, que realmente son las de siempre, debidamente  tuneadas que se dice ahora: colas en aeropuertos, restaurantes, en calas vírgenes o mancilladas ¡Y hasta en el Everest!; puestas de sol únicas, amaneceres dorados o plateados, lunas llenas o cuartos menguantes,  exposiciones pictóricas a mansalva, bodorrios glamurosos, ristras de libros vanity printing (así llaman los ingleses a los libros autoeditados), festivales de música a gogó, todo ello amenizado por miríadas de mosquitos tigre ávidos de sangre femenina (en casa, por lo menos, pasan de piernas peludas)...

Ante tal horror, los menorquines urdimos estrategias de supervivencia que no voy a detallar, precisamente para no dar pistas. Bueno, una de ellas es elemental y la practica hasta nuestro conciudadano pata negra, Iñaki Gabilondo: ir a nadar a las siete de la mañana. Y mientras resoplamos de puro bochorno, el mundo sigue en su bucle de locura más o menos descontrolada y nos anuncian apocalipsis otoñales de todos los colores. Es todo tan  descabellado que me ha venido a la cabeza la famosa frase de ese payés ilustrado que fue Josep Pla cuando le enseñaban la noche neoyorquina con todas sus luces y fanfarrias desplegadas: I tot això qui ho paga?

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Porque, ¿quién va a pagar finalmente la factura de tanta lubina, tanta caldereta, tanto aire acondicionado, tanto CO2 emitido por jets privados,  yates deslumbrantes y vuelos low cost? Y tirando por elevación, ¿quién acabará pagando la cuenta del putinismo desaforado y nuestras  represalias bumerán? Retumban cada vez más estruendosos los tambores de restricciones energéticas invernales que  nos van a afectar a nosotros, los europeos, condenados, en el mejor de los casos, a lavarnos con agua menos que tibia  y, en el peor, a ponernos el abrigo y los guantes para ver en la tele como el Realísimo avanza inexorablemente hacia la decimoquinta. Snif. Curiosa manera de volver a la nueva normalidad de una covid que, por cierto, está lejos de ser una enfermedad erradicada y anda por ahí, enredando a epidemiólogos y negacionistas, y ahora con la desinteresada colaboración  de ese inquietante virus del chimpancé.   

Menos mal que siempre nos quedarán los  buenos libros para huir de la cruda realidad en las tardes de estío  bajo el ullastre centenario. Este verano me sumerjo en la biografía novelada del nobel Thomas Mann («El Mago»), que  el notable escritor irlandés Colm Tóibín acaba de publicar en la editorial Lumen. De la misma manera que el escritor va ahondando en los perfiles vitales del nobel alemán, como si fuera un florido pensil van surgiendo sus obras más emblemáticas, desde «Los Buddembroock»  a «La Montaña mágica» pasando por «Muerte en Venecia» que, de la mano maestra de Luchino Visconti, se convertiría en obra cinematográfica de culto, musicada por Gustav Mahler.

Total, que donde estén un buen libro y un árbol ancestral y frondosito, que les den a las nuevas sensaciones. ¡Ah! Y el síntoma más inquietante de todos: S’Olla de Binisafua, tradicionalmente emporio del baño deliciosamente fresquito se ha convertido en una piscina de agua termal. Y es que el apocalipsis climático está servido…