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Recientemente han aparecido en diversos medios de comunicación varios artículos en los que reconocidos intelectuales de filiación conservadora argumentan que la llamada ley Celaá de Educación busca por motivos ideológicos fomentar la ignorancia del alumnado. De igual manera, cuando se puso en marcha la llamada Ley Wert eran exponentes de la izquierda quienes apuntaban que lo que se pretendía era desincentivar el conocimiento y el pensamiento crítico.

Creo que ni unos ni otros tienen razón.  Bajo unas mismas siglas políticas cabe un universo en el que se dan, desde la ignorancia más flagrante a la intelectualidad fulgurante, grados dispares de conocimiento, preparación y discernimiento.

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La nueva ley, por el contrario, ha recibido elogios bastante generalizados al plantear poner fin a la educación memorialística. Muchos se empeñan en citar la inutilidad de aprender de carrerilla la lista de los reyes de godos, que ya en los lejanos tiempos en que yo estudié no aparecía en el currículum escolar y es por tanto un topicazo anacrónico. Nadie, sin embargo, parece cuestionar las tablas de multiplicar, que son sumamente prácticas, el aprendizaje de capitales y países, ríos, ecosistemas, notas musicales, preposiciones, símbolos químicos o tiempos verbales.

Discrepo, pues, con esa crítica exagerada que pretende ridiculizar a quienes atesoran datos ahí donde reside el intelecto. Está muy bien la educación que ayuda a razonar, pero el ejercicio de la memoria nunca debería abandonarse. Una memoria bien entrenada sin duda será la buena aliada que active la capacidad y agilidad de raciocinio y el espíritu analítico.