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Tu padre era un creyente ortodoxo y heterodoxo para con otras cosas. Como buen hombre de ciencias, siempre iba al grano y no se cansaba de proclamar a quien quisiera oírle que el Cristianismo se reducía al más simple de los programas: el del amor sin medida. En palabras de San Agustín: «Ama y haz lo que quieras.» No puede haber, en efecto, dogma de más fácil expresión y, sin embargo, de más difícil ejecución. A no ser que uno se estime únicamente a sí mismo. Porque lo de querer a los enemigos, perdonarles, olvidar las ofensas y devolverles bien por mal, mutar tu vida por la de otro en un campo de concentración, etcétera, es ya harina de otro costal. Para ello se requiere de una fraternidad formidable adobada por un indudable heroísmo. Su fe –la de tus padres- formó parte de tu herencia. Su fe y sus vidas. ¡No fue mala herencia esa, no!

Entre multitud de enseñanzas, y movido por sus convicciones, tu progenitor te enseñó a librarte de las disyuntivas mediante la elaboración de una pregunta muy sencilla: ¿qué habría hecho Cristo en tal o cual tesitura?

Todo lo anterior viene a tardío cuento de una noticia breve que publicaba «Es Diari» el viernes día diecinueve en su página quince. Rezaba así: «El párroco de la localidad de San Pedro (Albacete), Óscar Roberto, afirmó en la homilía del domingo pasado que las parejas del mismo sexo no son queridas por Dios.» (¿Conocerá, don Óscar, lo dicho por el papa Francisco al respecto?) Estupefacto, te maravilló la capacidad del cura, sin duda ultradivina, para saber lo que siente Dios. Chapeau! Esas palabras te hicieron recordar un triste episodio que viviste hace unos meses. Estabas en misa. La nave central, casi vacía. Y, de pronto, descubriste, en una capilla lateral en tinieblas, la figura de un excompañero de profesión y la de su marido. Conocías sus férreas convicciones y su bonhomía. Al parecer asistían diariamente a la parroquia ocupando, invariablemente, ese lugar apartado. Como si se tratara de auténticos apestados. Isabel les invitó a que se sentaran a vuestro lado, pero rehusaron el ofrecimiento. Mientras la gente comulgaba –a ellos no les está permitido hacerlo-, se arrodillaron con una devoción que bien quisieras para muchos otros… Y surgió la pregunta de tu padre: ¿Qué habría hecho Cristo en esa situación? ¿Qué le parece, don Óscar? Y, aunque caigas, en sentido contrario, en la presunción como la esgrimida por el «cura» de San Pedro, te contestas: Cristo se habría acercado a ellos y les habría bendecido… Si algún día don Óscar Robledo logra entender de qué va el Cristianismo, tal vez caiga en una profunda depresión. La que emana de haber consumido su vida al servicio de unas creencias que ni ha entendido ni ha            –temes– puesto en práctica…             

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Crees que a Dios, más que la tendencia sexual de ese matrimonio, le preocupan o inquietan más los que basan su riqueza sobre la desgracia ajena; los que por acción u omisión perpetúan la injusticia y la pobreza en el mundo; los que, enfermos de su «propio yo», ponen en juego la seguridad mundial y provocan genocidios; los niños con ascitis, desnutridos; los que no fabrican nada, ni aportan nada, ni hacen nada, salvo vivir como verdaderos parásitos a base de enchufes, prebendas y favores dados y reclamados; los que se creen el ombligo del mundo; los que, pudiendo, no mueven ni un dedo por establecer un orbe más equitativo; los que, en definitiva, dañan a terceros porque para ellos sólo existe el pronombre personal de primera persona y en singular…

Y entras en lo heterodoxo. Tal vez haya llegado el momento de que la Iglesia se plantee esa y otras muchas cosas que, por no ser, no son ni dogma de fe: el celibato de los sacerdotes, el papel de la mujer en su seno, el camino hacia una institución más austera, etc.

Una Iglesia, en definitiva, regida por el único principio del amor… Nada más y… ¡Nada menos! Así de simple, don Óscar. Así de complejo. ¡Así de bello!

Esa Iglesia que deje en la arena de tantas pobrezas, y de tantas vidas, la conmovedora huella de unas sandalias ensangrentadas…