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Se acabó el agosto pero este calor pegajoso continúa. Las altas temperatura de este verano han contribuido sin duda al hartazgo generalizado, tanto de residentes, siempre tan dados a desear más de la cuenta los cambios de estación, como de muchos turistas que se han mostrado demasiado exigentes con sus vacaciones. Este año Menorca no ha sido ni de lejos la isla de la calma.   

El pasado invierno las previsiones turísticas que aterrizaban en el Consell ya lo advertían. No es que se fuera a recuperar la demanda turística, es que iba a superar todos los registros del año previo a la pandemia. Los máximos responsables de la promoción advertían en corrillo que el debate sobre la necesidad de una moratoria de nuevas plazas turísticas, en definitiva de poner freno al crecimiento, iba a quedar superado tras el verano de 2022. Parafraseando: «Con la que se viene encima ni la oposición va a tener dudas de que algo hay que hacer». La masificación ya no es un tabú ni para los hoteleros, que han visto refrendada en los datos su antigua teoría de que no eran ellos la causa. Ya se puede afirmar que no lo son. Sus cartas están marcadas, el que va de farol es el creciente negocio ilegal del alquiler turístico.

La presidenta del Consell, Susana Mora, ha reconocido en público que lo que se tenía por una sensación es una realidad. Hay demasiada gente demasiado concentrada en los meses de sol y playa. Las consecuencias son múltiples, los récords relacionados con la presión humana se suceden sin descanso. Mora afirma que es fruto del éxito del modelo y que ahora toca gestionarlo.

Menorca fue declarada Reserva de Biosfera en 1993. Ese título reversible cumplirá 30 años con una gran lista de asignaturas pendientes como los recursos hídricos, la transición energética, la gestión de residuos, el control de la oferta turística, el acceso a la vivienda, la calidad del empleo... Tantos suspensos en eterna vía de solución que dan para defender que Menorca en vez de gestionar el éxito, debe gestionar el fracaso.