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Ha sido una brutal y repentina regresión en el tiempo, la irrupción de una incómoda atmósfera del pasado. Muere una reina en Gran Bretaña porque ya era muy mayor y el despliegue informativo en las televisiones españolas narrando en directo todo lo que acontece en torno me ha parecido inaudito. Aquello que, salvo en la peculiaridad de la cultura británica, se narra en pocos minutos, la marcha por razones biológicas de una reina muy anciana y la llegada al trono de un señor mayor, ha tenido una repercusión incomprensible en sociedades llamadas modernas. Aunque bien mirado, esas sociedades lo que consumen con deleite son las noticias de prensa rosa y contenido cardiovascular.

Hasta la presidenta de la comunidad madrileña, a la que teníamos por otra cosa, ha decretado tres días de luto por un hecho que nada tiene que ver ni con su región ni con sus vecinos. Países tan avanzados como Canadá, Australia y Nueva Zelanda le siguen rindiendo pleitesía porque el soberano del Reino Unido lo es también de esos territorios no solo en el plano simbólico, que podría resultar comprensible, sino, nunca mejor dicho, en el real, una vinculación rancia pero institucional y respetable.   

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Antes de cambiar de canal en cuanto conectan con aquellos palacios cargados de parafernalia, he visto que había colas masivas, imagino tan kilométricas como el perímetro de la Commonwealth, para reverenciar el féretro entre los mismos sones instrumentales que desde el medievo marcan la distinción entre señores y súbditos, el culto y la servidumbre.

Con una pequeñísima parte del gasto que se derrocha en la inacabable ceremonia habría bastado para esclarecer la muerte de Diana -la princesa del pueblo la llamaron-, aquella hermosa celebridad de cuyo fatal desenlace acusaron a los paparazzi mientras los servicios de inteligencia de Su Majestad merodeaban, ya es casualidad, el escenario del suceso.