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Bueno, tampoco hace tanto tiempo que cuando pedías huevos fritos en un restaurante te miraban por encima del hombro y pensaban: «¡No me jodas!». En cambio ahora se han puesto de moda y se sirven con gambas o con sobrasada, en un «lecho» de patatas y se les llama «huevos rotos». Si vivís cosas veredes… Recuerdo que en la fonda de mi familia no se comía hasta que no se había servido a todos los parroquianos, de modo que a veces se nos hacían las cuatro de la tarde y se había despachado todo el género, no quedaba nada para comer. No era como ahora, no existían los frigoríficos, de modo que íbamos a la tienda de comestibles a comprar huevos y patatas. Huevos fritos con patatas en una época en que nadie los apreciaba. Tampoco los cocineros se daban el pisto de ahora, en que parece que todos son grandes artistas. Mi padre cocinaba en tres turnos, desayuno, comida y cena, y rara vez entraba algún cliente a felicitarle, y desde luego su sueldo era más bien exiguo. Las cosas cambian, ciertamente. Me di cuenta la vez que en un restaurante de lo más fino vino el camarero y me dijo: «¿Quiere que le rompa los huevos?». Me eché a reír y le dije que de eso ya me encargaba yo solito.

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Que porqué me acuerdo ahora de todo eso, pues porque acabo de ver un anuncio de aceite de oliva que deja caer, entre otras frases lapidarias, la siguiente: «No sabías qué era el amor hasta que te quedaste con el huevo roto». Desde luego no lo sabía. No sabía que el amor era un huevo roto. Y no son artes de erótica, ni clases de amor pecaminoso, sino simplemente de mal cocinero. Comprendo la indirecta: no quieras para los demás lo que no quieres para ti. (Dicho sea de paso a mí también me gusta el huevo roto, el huevo frito, claro). Un amor edificante. El anuncio contiene otras frasecitas poco menos que de antología. No sabías lo que era la amistad hasta que compartiste la última croqueta. No sabías lo que era la generosidad hasta que revelaste el secreto de tus lentejas. No sabías lo que era la justicia hasta que repartiste una tortilla a partes iguales. Luego dice que somos lo que cocinamos. Ahora lo entiendo: puesto que yo no cocino nada, puesto que quien cocina es Rosa, mi mujer, soy lo que cocino, es decir no soy nada. Lo sabía. Lo sabía. Lo supe cuando fui al cementerio el primero de noviembre: no somos nada. No creo que Putin se haya enterado, y tampoco Biden (no sé quién les rompe los huevos), pero sé que lo que le falta a este mundo es amor, es decir, huevos rotos.