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Contra la inflación, los gastos obligados que traen consigo las Navidades, las reuniones familiares a manteles y la posterior cuesta de enero a la vuelta de la esquina no hay antídoto posible que pueda mitigarlos. Hay que atravesar el desierto inmediato que estas fechas suponen, comprar regalos y turrones, comer y cenar con todos los cuñados y aguardar la llegada de mejores tiempos.

En el marco de esa perspectiva inmediata de lo más inquietante cuando ya la Navidad dejó de ser lo que era hace mucho tiempo, había aparecido si acaso un elemento estimulante en su inicio:el fútbol en su esperada cita mundial pese a lo insólito de las fechas en que se está jugando.

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La selección hizo creer a quienes nos entusiasma este deporte que podíamos tener un motivo de celebración en las fechas señaladas que se avecinan. Irrumpió en el Mundial de Qatar con una exhibición ante Costa Rica y ahí se quedó. España, en esta competición localizada en un país con una discutible idea del respeto a la mujer y a los derechos humanos, pero en el que los gerifaltes de la FIFA se sienten como reyes, fue un petardo efímero, un globo que perdió aire desde ese primer día de la competición. No fue de más a menos, fue de más a nada.

Es por ello que la decepción ha sido progresiva pese a que el fiasco final ante Marruecos resultó absoluto, tanto o más como lo fueron los del Mundial de Brasil o el siguiente en Rusia. Y es que desde que España ganó en Sudáfrica solo ha sido capaz de derrotar a tres rivales en los tres campeonatos posteriores, Australia, Irán y Costa Rica. Dicho de otro modo, estamos más o menos en la misma línea del desencanto que nos acompañaba cada cuatro años hasta que surgió la mejor generación de futbolistas que llevó a la selección a la gloria en el estadio Soccer City de Johannesburgo. Desde entonces seguimos tal como éramos... y la Navidad encima.