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Cada ocho de diciembre te acuerdas de él. ¿2015? ¿2016? Presidía, majestuoso, una enorme sala de la que, muchos –das fe- salían conmovidos. Los abrazos eran frecuentes,    vigorosos… Unos padres valoraban mejor, por ejemplo -uno de tantos-, el gozo inenarrable de tener a su vera a ese niño con síndrome de Down al que le habían concedido el primero de los derechos: el de vivir. Y el de ser amado con pasión… ¿2016?

Sabes que lo anterior es ambiguo. Si usted ha tenido la amabilidad de llegar hasta aquí intentarás explicarle de qué va esto, de darle a entender la profunda experiencia que viviste un ocho de diciembre, ese día en el que un árbol mejoró tu existencia. Estaba ubicado dentro del Ayuntamiento de Madrid. Mayestático. No recuerdas quien gobernaba la capital en 2016. Como diría un adolescente de hoy (¡y perdone la grosería!) «me la pela». Junto a él, junto a ese árbol aparentemente decorativo, unas tarjetas en forma de estrella yacían sobre una mesa y un cutre boli Bic (nunca supiste si era de punta fina o normal). Los visitantes podían, gracias a ese pobre instrumento de escritura (al final los pobres siempre os salvan de todo), expresar anónimamente en esa tarjeta un deseo y colgarla después en las ramas de quien, curiosamente, te dio a entender lo que era la verdadera Navidad: ese árbol… Había una única advertencia: si usted colgaba esa postal con una petición, cualquiera podía leerla. El árbol se tambaleaba. ¡Anidaban en él tantos deseos! Perdonen las reiteraciones.

ÉTICAMENTE autorizado, comenzaste a leer esas cartulinas… ¡En ninguna existían    ansias materialistas! Una madre pedía la curación de su hijo pequeño con leucemia; un tal P.H. rogaba poder reconciliarse con su hermano; un anónimo imploraba ser capaz de abandonar una dependencia; X pedía perdón, a destiempo, a quien hirió, porque ese «quien» ya no estaba ahí; un tal V requería, simplemente, de un abrazo; un tal Germán demandaba    que no le desahuciaran de su casa e I rogaba no estar solo en Nochebuena… Escribiste tu tarjeta y la colgaste…

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Saliste a la calle. Km. 0. Ese punto 0 que adquiría, en ese momento,    una especial significación… ¿Un empezar de nuevo? Y, de pronto, antitético, el consumismo en estado puro: centros comerciales, regalos, luces… ¡Ojalá    - pensaste- otro El Corte Inglés pudiera satisfacer cada una de esas necesidades! Pero no… ¡La mayoría de ellas dependían de vosotros mismos! ¡Ánimo! Otras cosas, sin embargo, no estaban en vuestra mano… ¡Ojalá las grandes fortunas y los gobiernos de turno tuvieran –es solo una muestra- un mínimo de sensibilidad para dejarse los cataplines en Sanidad y favorecer así la curación de ese niño con leucemia y que esa tarjeta, la de su madre, se desplomara, entonces, sutilmente, sobre el suelo, aligerando el terrible peso de ese árbol, escribiendo así el mejor de los poemas! ¡Ojalá P.H. poseyera el coraje de coger un auricular y el receptor de contestar a su llamada!    ¡Ojalá los malversadores tuvieran igual trato jurídico, independientemente de que fueran, o no, las patas de una poltrona sobre la que se yergue un hombre metido a César endiosado! ¡Ojalá ese «anónimo» se liberara de su dependencia…! ¡Ojalá tantas cosas…!

A la postre, tal vez, deberíais hacer este año otro tipo de regalos en Navidad. Para darle un corte de mangas a ese consumismo cegador basado en vuestra lacerante incapacidad para comprobar que los abrazos no se meten en cajas con lazos de vívidos colores rojos… Los abrazos, simplemente,    se dan…

Si el próximo año, día ocho, regresas a Madrid y ves, de nuevo,    ese abeto, te encantaría descubrirlo desnudo y comprobar que el boli (¿punta fina?) bostezaba a su lado, abúlico por innecesario, que no quedaban estrellas de cartón cubriendo su cuerpo redentor… Y alucinarías si, a la salida, coincidieras con un adolescente pletórico, ese que, sin tú saberlo –ni él mismo- fuera ese niño de la tarjeta, ese que en 2016 tenía una leucemia metida ya a mero recuerdo…