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Un par de ministros negaron ayer que vaya a celebrarse el referéndum por la independencia catalana, justo el mismo día que ERC, el partido que sostiene al Gobierno, daba a conocer las condiciones para que el resultado de esa consulta salga adelante con plena validez. Solo falta que el presidente Sánchez diga que no para que todos entendamos que sí. Sus tres años al frente del Ejecutivo y los que le anteceden como meritorio nos han enseñado a interpretar sus afirmaciones y sus negaciones justo al revés. Deben ser cosas del metalenguaje y del metaverso o de la meta que se ha propuesto alcanzar para pasar a la historia, según ha dicho.

El presidente de la comunidad de Don Quijote ha levantado la voz, «no se puede pactar con los delincuentes su propia condena» y encima que te vayan marcando la agenda, ha dicho Emiliano García Page temiendo que Puigdemont vuelva a casa por Navidad «sonriendo y con las manos en los bolsillos». Aunque el expresidente de la Generalitat está ya fuera de protagonismo alguno en la hoja de ruta que han escrito los que han pasado por la trena.

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En el fondo se advierte una estrategia claramente electoral. El PSOE ha mantenido en las dos últimas décadas dos caladeros, Andalucía y Cataluña, las dos comunidades más pobladas, que eran suficientes para mantenerse como fuerza más votada en España. Con Sánchez en el Gobierno ha perdido la primera pero ha conservado la segunda, donde el nacionalismo dividido y el hundimiento de Ciudadanos hizo de Salvador Illa estéril ganador de las elecciones catalanas.

El objetivo de Sánchez es asegurar esa mayoría con los postulados de su partido que en la comunidad catalana han virado desde los tiempos de Maragall hacia una identidad nacionalista. Perdidos los frentes vasco, madrileño y andaluz, se lo juega todo a la carta catalana, una apuesta que puede ser su defunción.