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Balears no ha logrado un trato específico para la actividad de su flota pesquera de arrastre, como venía reclamando al Gobierno español, en las negociaciones de las nuevas cuotas de pesca con la Unión Europea. Son una treintena de barcos, seis de ellos en Menorca, que faenan 165 jornadas de media al año y que deberán reducir esa cifra en otros diez días de trabajo, algunos menos si pueden acogerse a las medidas compensatorias previstas por Bruselas, pero la consellera de Agricultura y Pesca del Govern, Mae de la Concha, ya ha advertido que eso es complicado, por las características de esta pesca en las Islas.

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Las barques de bou están tocadas y el sector teme que casi hundidas, las «están masacrando», así de claro habla el presidente de la federación balear de cofradías de pescadores, a la vez que el Ejecutivo balear defiende que no se han tenido en cuenta los niveles de protección existentes y la reducción del esfuerzo pesquero de los últimos años en el archipiélago. Se ha vendido el acuerdo con la UE como un éxito, el ministro Luis Planas ha dicho que es positivo –pese a haber tenido que votar en contra del reglamento para el Mediterráneo–, porque se han aumentado cuotas de pesca para las flotas cantábrica y atlántica. Asunto zanjado.

La pesca de arrastre es la mala de la película, pero lo cierto es que todo el mundo quiere saborear gambas, y si son frescas y rojas, mejor. Una especie que precisamente verá reducida su cuota en 2023 en 7,45 toneladas en las Islas. Esa es la gran contradicción, mientras la demanda sigue en aumento y se promociona el producto de kilómetro cero, ¿de dónde vendrá ese pescado? Obligados a importar cada vez más para satisfacer al cliente local y el enorme pico de la temporada turística, con la gastronomía como elemento que mueve visitas y cada vez más valorado. Los números no cuadran, aunque al marisco no se le pida pasaporte. Lo malo, como saben los pescadores, es que tendrán que tragar, plegarse a los acuerdos en despachos a miles de kilómetros de aquí.