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Son ideas recurrentes que emergen, con fuerza, cada Navidad. Una defiende que la caridad y la misericordia son letales, porque eternizan la injusticia social. Otra demoniza el veinticinco de Diciembre por la banalización en la que se ha sumido la festividad.

NO FALTA, tampoco, quien habla de sentimientos agridulces añorando, probablemente, a quien se fue o a quienes se fueron o echando de menos esos buenos momentos que vivió sin ser consciente de ello. Y finalmente están esas personas que, ajenas a lo dicho, se empecinan en defender la Navidad, ya sea por motivos religiosos o simplemente por un altruismo laico. Pero, independientemente de lo expuesto, estas fechas sí logran, generalmente, sacar lo mejor de vosotros mismos, un deseo irrefrenable de cambiar, de socorrer, de felicitar, de ayudar. Serán actitudes tal vez puntuales, esporádicas. Sin embargo, y viendo la que está cayendo, bienvenidas sean… Y es cierto –piensas ahora- que el reparto equitativo de la riqueza debería convertir en obsoleta la piedad… Una bella utopía a la que no se tendría que renunciar. Esa utopía que saja vuestro inmovilismo y os empuja a avanzar, aunque se sepa que el camino es largo y la meta, presumiblemente, inalcanzable. No obstante, salta la pregunta: ¿y mientras no se alcanza un mundo perfecto, qué? ¿Renunciamos a las ONG? ¿Cerramos los comedores sociales? ¿Las ayudas? La respuesta parece evidente. Mientras no se pueda hablar de un único mundo (y desechar expresiones como Primer Mundo, Tercer Mundo y, si te apuran, Cuarto y Quinto Mundo), esas acciones solidarias te parecen necesarias, vitales… Y si cada 25 de diciembre se acentúan por ese espíritu navideño, entonad un «aleluya», ya sea religioso o ateo, al ser, al fin y al cabo, un «aleluya».

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Y SI OS ASALTA esa nostalgia manriqueña y pensáis que cualquier tiempo pasado fue mejor, fijaros en las cosas que aún no se han ido. Pablo d’Ors afirmó, en cierta ocasión, que la felicidad era del todo inviable porque los humanos se empecinaban en vivir atrapados en una especie de aguja de tender la ropa, entre el pasado irrecuperable y frecuentemente idealizado y el futuro que todavía estaba por llegar. De hecho lo que tenéis es el presente y la necesidad de disfrutarlo sin heriros ni herir a nadie. Esa recomendación que encontraríais en todas las culturas y en todas las lenguas: desde el carpe diem hasta el totes ses deixades són perdudes, pasando por el «¡qué nos quiten lo bailado!» Y no tengáis miedo a sentir ese espíritu navideño que os mostrará, ante algunos, como bobalicones o ñoños, porque cualquier acto de caridad cuenta.

BESAR, ACARICIAR, reconciliarse, dejarse llevar por el amor en su multiplicidad de aspectos, reunirse, reconocerse son actividades que nada estropean y todo lo mejoran. Siempre y cuando no convirtamos, una vez más, esta Navidad en una mera y antitética acumulación de gastos. Porque, frecuentemente, lo que verdaderamente importa es gratuito. Y, mientras os dejáis llevar por esa actitud reconfortante, seguid caminando en pos de la utopía, con paso decidido, con valentía y pensando, permanentemente, en los irrecusables receptores de ésta: los invisibles, los desheredados, los que duermen en las calles, los que comen de vuestras sobras… Aplicar, en suma, desde la fe o desde el agnosticismo, las bellísimas palabras de San Pablo: «La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (…)    Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad». Pues eso… ¡Feliz Navidad!