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Menudean las acusaciones de racismo en esta reserva de biosfera que además consideramos un paraíso de acogida y buen trato a los «nouvinguts», como llaman los docentes y funcionarios a las personas procedentes del extranjero. Esta semana ha sido por las reticencias que sufren para el alquiler de una vivienda, crean desconfianza entre propietarios y agencias, según denuncian.

Son bienvenidos para trabajar pero frenados cuando compiten por derechos con los residentes, una relación tan vieja como la historia de las migraciones, que es la historia misma de la humanidad. Pero es también un sentimiento escondido bajo el maquillaje de la corrección política y la consecuencia del discurso que el nacionalismo construye.

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El Pi, que es un partido que, según aventuran algunas encuestas podría tener la llave del poder regional tras las elecciones de mayo, reclamaba hace unos días al Consell que restrinja el transporte gratuito a los empadronados en la Isla, que los 3,5 millones que aporta el estado son para los menorquines. Es decir, que los «nouvinguts» que no encuentran casa para alquilar no pueden empadronarse y, por tanto, no han de tener derecho a ese servicio público cuando realmente son quienes más lo necesitan.     

Més per Menorca, por su parte, ha propuesto impedir la compraventa de inmuebles y fincas a extranjeros. A falta de precisar el concepto extranjero, si se refiere a los nacidos fuera de los territorios de parla catalana o a los nacidos fuera del, en su jerga, estado español, queda más o menos claro que el objetivo es que las propiedades de la Isla no sean puestas en manos foráneas.

Aun siendo propuestas de distinto pelaje, enmarcadas convenientemente en tiempos preelectorales y presumir de progresistas no son sino ramalazos de la derechona política. Nunca un nacionalismo así, egoísta en su propia definición, fue de izquierdas.