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Después del rosario de sentencias revisadas que han puesto en la calle a violadores cumpliendo condena, el Gobierno anuncia otro serial de mal gusto, el de los corruptos, a quienes llega el beneficio de los cambios legislativos pactados con los sediciosos, ahora solo alborotadores callejeros.

No son los jueces, ni siquiera en la acepción que les regalaron de fascistas con toga, los culpables sino más bien la ignorancia que ha llegado al Gobierno y allí se ha atrincherado repartiendo insultos a quien cuestiona sus errores. También es cierto que la Justicia ha estado presta en esta ocasión pidiendo al fiscal que adapte su escrito a una reforma legal que hasta el viernes no será vigente.

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En esencia, el delito de malversación conlleva ahora penas más reducidas si la consecuencia no es el enriquecimiento personal o de terceros. Es decir, el legislador se ha convertido en juez de la moral, que distingue entre la malversación buena y la malversación mala. En el fondo, es un pasito más en ese proceso de aglutinamiento de los tres poderes clásicos en el Ejecutivo hacia el que cabalga este sin pudor.

Hasta ahora el daño ocasionado al patrimonio era el mismo cuando se desvían fondos públicos independientemente de su destino. No es el equivalente del que roba para comer sino del que aprovecha su cargo para distraer dinero hacia fines ilegales. Durante los años de galope del ‘caballo’ fueron muchos los sentenciados al trullo cuando ya tenían la vida rehecha por viejos delitos juzgados tarde.

El precio que Sánchez está pagando por mantener una estabilidad que, después de todo, seguirá en precario comienza a parecer demasiado alto. Al final tanto da que Junqueras esté en la calle, pero perdonar a los corruptos marca un hito intolerable para los que ya han pagado por esos delitos y para una sociedad que no concibe esos apaños de político perdona a político.