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Estos días he vuelto a tener la mismas sensaciones que en octubre tuve cuando me enteré de que Conxa Juanola se retiraba de la política. Esta vez ha sido con la noticia de la dimisión de Jacinda Ardern, la primera ministra de Nueva Zelanda. Ella es otra persona por la que siento gran admiración y el no presentarse a reelección este año me ha entristecido. Pero por otra parte me ha alegrado la forma en que ha presentado su dimisión, ha dicho claramente: «No tengo energía para seguir».

Jacinda Ardern, la mujer más joven en gobernar un país cuando fue elegida, ha demostrado tener fuerza y energía en implementar las políticas progresistas y a la vez ser siempre amable como persona. Fue un ejemplo durante la pandemia y con las medidas decisivas que tomó, logró la más    baja cifra de muertes por habitante que cualquier otro país. Su éxito fue universal. Bromeando con mis colegas americanos me decían que si salía de nuevo Trump como presidente se iban a vivir a Nueva Zelanda.

Pero claro, ¿cómo se puede permitir que una mujer joven, inteligente y progresista sea exitosa como líder político? Desde el principio de su gobierno Jacinda sufrió ataques machistas y abusos a través de la redes. La cosa empeoró durante la pandemia cuando los negacionistas la criticaron continuamente por las duras medidas que tomó. Pero parece que en los últimos meses ha sido mucho peor, las amenazas a ella y a su familia aumentaron mucho. No ha tenido un momento de paz y tranquilidad y ahora ha decidido que tenía que marcharse.

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Jacinda muestra una clara actitud en la cuestión de mantenerse en el gobierno. Esto contrasta profundamente con las posturas de algunos machos alfa, bueno mejor dicho que pretenden ser machos alfa, como Trump y Bolsonaro. Ambos no solo demostraron su falta de capacidad política, sino también el no saber marchar cuándo debían. Con su actitud negacionista respeto a los resultados de las elecciones, han provocado incidentes y fomentado violentos ataques contra los gobiernos elegidos democráticamente. Para ellos su posición es clara: si yo no gobierno, el gobierno es ilegal. Eso lleva a la destrucción de la democracia.

Desgraciadamente, en España estamos viviendo actuaciones semejantes por parte de algunos dirigentes del Partido Popular, como Isabel Ayuso. Ella acusa a Pedro Sánchez de que su gobierno es ilegal, que tiene un plan secreto para erigirse en dictador y otras mil barbaridades. En la ultimas semanas ha dicho que un gobierno como el de Sánchez «ya lo sufrimos en la antesala que provocó la peor catástrofe de nuestra historia, la deriva totalitaria de la Segunda República, que desembocó en la discordia y en la Guerra Civil». Es curioso, caracterizar de totalitario al gobierno democrático de la Segunda República cuando el totalitarismo vino con Franco al dar el golpe de Estado. Estas palabras son una provocación a la violencia y deberían ser consideradas casi como un delito.

Pero llamar ilegal al gobierno de Sánchez también lo hace Feijóo con su falsa moderación. No sé que ven de ilegal en un gobierno que apoyó un parlamento democráticamente elegido por los ciudadanos. Según la Constitución, que siempre invoca Feijóo y que no cumple, la soberanía de la nación reside en los ciudadanos y ellos son los que han elegido el gobierno de España. ¿Qué duda puede haber sobre su legalidad?

En un año electoral se puede esperar un lenguaje duro de la oposición hacia el gobierno y que algunos argumentos no estén totalmente basado en hechos. Pero lo que se está diciendo ahora va mucho mas allá de mentiras. Son falsedades sin ninguna base, una incitación al odio y a la violencia y esto, como hemos visto en Estados Unidos y en Brasil, es muy peligroso. El problema de Ayuso y Feijóo es que actúan como Trump y Bolsonaro y en el fondo creen que si ellos no gobiernan, el gobierno es ilegal.