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Caminar en la oscuridad es peligroso. Para no tropezar, para no perderse, para no desviarse la luz se hace necesaria. Igualmente el hombre, que ha de recorrer un camino para llegar al fin de su vida, necesita una luz que le guíe en medio de la oscuridad. Esta luz no es otra cosa que la verdad: unos principios que gobiernan su sentir y su obrar, su inteligencia y su voluntad, cuya observancia le conduce con seguridad a conseguir su fin. La oscuridad, en cambio, no es otra cosa que la mentira. Para vivir bien encaminado es necesario saber distinguir la verdad de la mentira. Dios infundió la verdad en el corazón del hombre, pero la naturaleza caída llevó consigo la penumbra y la duda. Por este motivo Dios ha sido generoso revelándonos la verdad a través de la historia, llegando a la plenitud de la revelación con la venida de Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida.

En el evangelio de hoy Cristo nos dice a sus discípulos, los cristianos, que hemos ser luz y sal. Que nuestras vidas iluminen a aquellos que constituyen nuestro entorno familiar y social. Que nuestro proceder sirva de ejemplo para que otros puedan dar sabor a sus vidas con la sal y la luz de la verdad. Se trata de una responsabilidad grave que, por una parte, nos obliga a cuidar bien nuestra formación en los principios doctrinales y, por otra, a luchar para ponerlos por obra mediante el ejercicio de las virtudes.

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Todo ello llevado a cabo con naturalidad en ese mundo pequeño en que se desenvuelve nuestra vida. Nuestro testimonio será eficaz si somos competentes y honrados en nuestro trabajo profesional; si dedicamos el tiempo necesario para atender a nuestra familia; si nos ven alegres, también en medio de las contradicciones y el dolor; si somos cordiales. El ejemplo prepara la tierra en la que fructificará la palabra. Nos han de conocer como hombres y mujeres leales, sencillos, veraces, trabajadores, optimistas, que cumplimos con rectitud nuestros deberes y que sabemos actuar en todo momento como hijos de Dios. La vida del cristiano será entonces una señal por la que conocerán el espíritu de Cristo.

En la lucha para adquirir la práctica de las virtudes no se puede descuidar la recepción de los sacramentos, fuentes de la gracia, en especial la eucaristía, así como también la oración. Para dar ejemplo necesitamos mucha presión interior. La caridad, virtud principal, no puede quedar encerrada en el fondo de nuestro corazón; ejercida a nuestro alrededor, en las circunstancias más diferentes, ha de servir de reclamo eficaz. Pues, como nos dice el Señor, «en esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros». La templanza y la sobriedad son dos virtudes que manifiestan el señorío sobre nosotros mismos, utilizando los bienes según las necesidades, sin ser esclavos de ellos, en un tiempo en que se busca el bienestar material a cualquier precio. El cristiano ha de vivir convencido de que sobre la injusticia, el odio, el error o la mentira brillará la verdad de la virtud; la luz en la oscuridad.