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Vaya desde aquí un aplauso emocionado para los fabricantes de lavadoras de antes, que duraban veinte, qué digo, incluso más años, con las convenientes revisiones técnicas, y que acompañaban a las familias al menos mientras crecía, entre centrifugado y centrifugado, una nueva generación. Yo he perdido la cuenta de los aparatos con los que he hecho la colada, y tiemblo ante cualquier ruido extraño o sospecha de avería, porque la respuesta del especialista en cuestión es siempre la misma: no vale la pena arreglarla, es más práctico comprarse una nueva. «Tírela», insisten los técnicos ya molestos si en alguna ocasión me empeño en que mi lavadora, a la fuerza, tiene que poder salvarse.

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Los electrodomésticos dados por inútiles se amontonan en los puntos verdes y estos se colapsan, como ocurrió con la red de deixalleries en Menorca el pasado febrero, con montañas de lavadoras, frigoríficos, televisores, radiadores o cualquier otra máquina que nos facilita la vida pero cuya propia duración vital está diseñada para el negocio de usar y desechar. Le llaman obsolescencia programada, o sea, que por más que las cuides se estropearán porque así lo decide su fabricante y no podrán repararse porque, efectivamente, será tan complicado y caro que lo más fácil es estrenar otro aparato. Se crea el problema y luego la pretendida solución, los cacharros se amontonan en otro sitio, lejos de la vista, confiamos en que su futuro es el reciclaje, y la noria del consumo sigue girando. Bruselas ha decidido regular este asunto, lo cual me parece positivo; no solo es un derecho del consumidor poder reducir costes y alargar la vida de un electrodoméstico, sino también es lo más coherente, ir al origen del exceso de residuos. La propuesta de la Comisión Europea exige priorizar el arreglo cuando este sea más barato o cueste lo mismo que sustituirlo y que el fabricante no pueda negarse a hacerlo. Hay que acabar con esa perversión de diseñar para la muerte prematura del producto y buscar otras alternativas.